La primera vez que Luis Poirot (Santiago de Chile, 84 años) tomó una cámara de fotos fue a causa de un corazón enamorado. En 1963, tras formarse como actor en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile y previo a viajar a Francia para estudiar cine y televisión, retrató a una mujer a la que amaba, pero que no podía acompañarlo en su estadía. Las imágenes fueron su manera de tenerla cerca. “Fue el primer acto fotográfico que hice y sin tener noción de que ese iba a ser mi oficio. Correspondía a esa necesidad de prolongar la presencia a través del acto mágico de la fotografía”, dice Poirot sentado en un sofá blanco, acompañado de su gata Perla, en su departamento en el municipio de Providencia, en el sector oriente de Santiago de Chile.
Esos primeros disparos con la cámara actuaron como un hechizo en la disciplina. Así, al rostro de la enamorada le sucedieron sus fotografías de los actores del Teatro Ictus; los retratos de Víctor Jara; sus registros de la cuarta campaña de Salvador Allende para llegar a la presidencia; las fotos de Pablo Neruda en su casa en Isla Negra; el palacio de La Moneda bombardeado pocos días después del golpe de Estado en 1973; sus fotografías durante su exilio en París y Barcelona, lugar donde trabajó para EL PAÍS a inicios de la transición española.
Ante sus ojos alargados, también posó gran parte de la escena cultural chilena: los poetas Enrique Lihn, Nicanor Parra y Raúl Zurita; el fotógrafo Sergio Larraín; los escritores Isabel Allende y José Donoso; la ilustradora Marta Carrasco; el cineasta Raúl Ruiz, el actor Héctor Noguera, el músico Jorge González y tantos otros que inmortalizó, y continúa inmortalizando, a través de la fotografía análoga y en blanco y negro, en sus más de 60 años tras el lente. A pesar de esa trayectoria, Poirot dice que es un hombre al que todavía le falta por mejorar: “Me queda mucho por aprender. Yo miro una foto mía y digo ‘se podría haber hecho mejor”.
Hoy, al observar el archivo que ha reunido a lo largo del tiempo y en distintas latitudes, se enfrenta a la soledad: “Yo me siento en esa mesa (apunta al comedor) con los negativos y es muy fuerte porque voy revisando y es un panteón: muertos, muertos, muertos, muertos, personas que ya no están. Y eso es muy agobiante”, dice. En concordancia con ese panorama vital, el documental sobre la vida Luis Poirot que dirige el periodista y director de cine Francesc Relea, y que se estrenará en mayo próximo en Barcelona, lleva el nombre de El último testigo.
Sin embargo, Poirot tiene una forma para apalear ese desamparo: “Empiezo a fotografiar a gente mucho más joven. Entonces, ya no busco a escritores de 60 años, sino que de 25″, dice. Ese contacto con la juventud también lo ha encontrado en los talleres de fotografía que imparte semestralmente: “Siempre he buscado estar en contacto con otras generaciones. Se dice que el profesor es un vampiro que te da, pero también te chupa, y yo creo que es verdad. A mí los alumnos me dan mucho”, agrega.
Dentro de la fotografía de Luis Poirot no solamente las personas son las protagonistas de sus tomas, sino también la naturaleza. A mediados de diciembre lanzó su último libro Ephemera, una serie de fotografías de flores marchitas en blanco y negro que describe como sus autorretratos. Eran flores que iban a parar en la basura, pero que tuvieron un último desplante ante su cámara. “Son la constatación de que tengo 84 años, de que mi cuerpo está envejeciendo pero, afortunadamente, parece que mi cabeza no. Pero ya no tengo ni el cuerpo, ni el físico, ni las posibilidades que tenía a los 20, a los 30 o a los 40 años”.
Esa fragilidad que otorgan los años detrás de su cámara lo ha llevado a adaptar su forma de hacer fotografía. Lo suyo hoy es la simpleza y el paso lento. “Poco a poco he ido entendiendo mis limitaciones y he aprendido a trabajar con ellas. No saco nada con tener rabia, ni con tenerme pena a mí mismo por estar envejeciendo. Tengo que aprovechar las cualidades que también tiene esta edad, por ejemplo, trabajar con más lentitud. Ahora, cada vez que hago un retrato tomo menos fotos y pienso mucho más en lo que estoy haciendo, me preparo más mentalmente. Entonces, yo creo que cada edad tiene su compensación”, explica.
Pero, advierte, que, aunque lento, vive con la urgencia de concretar sus proyectos. Hace unos años le detectaron cáncer en el lagrimal de su ojo izquierdo y hace seis meses tiene glaucoma en el ojo derecho. “El futuro tiene dos días, tres días, no tiene más, porque no sé qué va a pasar la otra semana. Entonces, las cosas las hago ahora o nunca”. Y, ante la muerte, asegura: “No estoy listo para el tarro de basura”.
Con más de 60 años de trayectoria, el chileno continúa con los ojos detrás del lente y acaba de publicar el libro ‘Ephemera’, una serie de fotografías de flores marchitas que describe como sus autorretratos
La primera vez que Luis Poirot (Santiago de Chile, 84 años) tomó una cámara de fotos fue a causa de un corazón enamorado. En 1963, tras formarse como actor en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile y previo a viajar a Francia para estudiar de cine y televisión, retrató a una mujer a la que amaba, pero que no podía acompañarlo en su estadía. Las imágenes fueron su manera de tenerla cerca. “Fue el primer acto fotográfico que hice y sin tener noción de que ese iba a ser mi oficio. Correspondía a esa necesidad de prolongar la presencia a través del acto mágico de la fotografía”, dice Poirot sentado en un sofá blanco, acompañado de su gata Perla, en su departamento en el municipio de Providencia, en el sector oriente de Santiago de Chile.
Esos primeros disparos con la cámara actuaron como un hechizo en la disciplina. Así, al rostro de la enamorada le sucedieron sus fotografías de los actores del Teatro Ictus; los retratos de Víctor Jara; sus registros de la cuarta campaña de Salvador Allende para llegar a la presidencia; las fotos de Pablo Neruda en su casa en Isla Negra; el palacio de La Moneda bombardeado pocos días después del golpe de Estado en 1973; sus fotografías durante su exilio en París y Barcelona, lugar donde trabajó para EL PAÍS a inicios de la transición española.
Ante sus ojos alargados, también posó gran parte de la escena cultural chilena: los poetas Enrique Lihn, Nicanor Parra y Raúl Zurita; el fotógrafo Sergio Larraín; los escritores Isabel Allende y José Donoso; la ilustradora Marta Carrasco; el cineasta Raúl Ruiz, el actor Héctor Noguera, el músico Jorge González y tantos otros que inmortalizó, y continúa inmortalizando, a través de la fotografía análoga y en blanco y negro, en sus más de 60 años tras el lente. A pesar de esa trayectoria, Poirot dice que es un hombre al que todavía le falta por mejorar: “Me queda mucho por aprender. Yo miro una foto mía y digo ‘se podría haber hecho mejor”.
Hoy, al observar el archivo que ha reunido a lo largo del tiempo y en distintas latitudes, se enfrenta a la soledad: “Yo me siento en esa mesa (apunta al comedor) con los negativos y es muy fuerte porque voy revisando y es un panteón: muertos, muertos, muertos, muertos, personas que ya no están. Y eso es muy agobiante”, dice. En concordancia con ese panorama vital, el documental sobre la vida Luis Poirot que dirige el periodista y director de cine Francesc Relea, y que se estrenará en mayo próximo en Barcelona, lleva el nombre de El último testigo.
Sin embargo, Poirot tiene una forma para apalear ese desamparo: “Empiezo a fotografiar a gente mucho más joven. Entonces, ya no busco a escritores de 60 años, sino que de 25″, dice. Ese contacto con la juventud también lo ha encontrado en los talleres de fotografía que imparte semestralmente: “Siempre he buscado estar en contacto con otras generaciones. Se dice que el profesor es un vampiro que te da, pero también te chupa, y yo creo que es verdad. A mí los alumnos me dan mucho”, agrega.
Dentro de la fotografía de Luis Poirot no solamente las personas son las protagonistas de sus tomas, sino también la naturaleza. A mediados de diciembre lanzó su último libro Ephemera, una serie de fotografías de flores marchitas en blanco y negro que describe como sus autorretratos. Eran flores que iban a parar en la basura, pero que tuvieron un último desplante ante su cámara. “Son la constatación de que tengo 84 años, de que mi cuerpo está envejeciendo pero, afortunadamente, parece que mi cabeza no. Pero ya no tengo ni el cuerpo, ni el físico, ni las posibilidades que tenía a los 20, a los 30 o a los 40 años”.
Esa fragilidad que otorgan los años detrás de su cámara lo ha llevado a adaptar su forma de hacer fotografía. Lo suyo hoy es la simpleza y el paso lento. “Poco a poco he ido entendiendo mis limitaciones y he aprendido a trabajar con ellas. No saco nada con tener rabia, ni con tenerme pena a mí mismo por estar envejeciendo. Tengo que aprovechar las cualidades que también tiene esta edad, por ejemplo, trabajar con más lentitud. Ahora, cada vez que hago un retrato tomo menos fotos y pienso mucho más en lo que estoy haciendo, me preparo más mentalmente. Entonces, yo creo que cada edad tiene su compensación”, explica.
Pero, advierte, que, aunque lento, vive con la urgencia de concretar sus proyectos. Hace unos años le detectaron cáncer en el lagrimal de su ojo izquierdo y hace seis meses tiene glaucoma en el ojo derecho. “El futuro tiene dos días, tres días, no tiene más, porque no sé qué va a pasar la otra semana. Entonces, las cosas las hago ahora o nunca”. Y, ante la muerte, asegura: “No estoy listo para el tarro de basura”.
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