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  Política  Los intelectuales públicos chilenos: modos de intervención
Política

Los intelectuales públicos chilenos: modos de intervención

25 de agosto de 2025
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Desde que el novelista Emilio Zola publicara, en el diario L’Aurore del 18 de enero de 1898, una carta abierta dirigida al presidente de la época Felix Faure en la que denunciaba los defectos de la acusación en contra del oficial de ejército Alfred Dreyfuss, la literatura y la política consideran que este episodio constituye el nacimiento del intelectual público. Para que esto ocurriera, se necesitaba una causa (la condena injusta por espionaje de un militar que además era judío), de alguien relevante que arriesgara públicamente su reputación (y su propia libertad, en este caso un escritor), un campo literario cuya vida interna impactaba en las opiniones de la burguesía y de las clases más ilustradas, pero también un buen título para este gesto performático: es el famoso “¡Yo acuso!…”

Este fue el primer modo de intervención de un intelectual: la carta abierta, que rápidamente derivará en la tribuna o columna de opinión, a menudo en co-autoría con varios otros intelectuales.

Pues bien, este ha sido el modo de intervención predominante de los intelectuales públicos chilenos, pero también globales: tribunas y columnas de opinión, cuyas fracciones más intelectualizadas ven en el libro la expresión cúlmine de sus intervenciones. No sin razón: hay algo profundamente noble en la publicación de un libro en el que su autor toma posición y lucha por las causas de su tiempo (el filósofo Javier Agüero trabaja por estos días en un libro colectivo para conmemorar los 30 años desde la publicación de Chile actual: anatomía de un mito de Tomás Moulian). Pero también hay algo muy ingenuo en el rol que los intelectuales públicos de hoy pretenden jugar: arriesgar su reputación sin experimentar responsabilidades políticas o penales (como fue el caso de Zola) le restan eficacia a su mensaje, apostando solo al poder de las ideas y al estatus del autor. Al mismo tiempo, no es razonable hacer del intelectual público una figura heroica, casi sacrificial: pero las cosas son las que son, siempre hay algo extraordinario en el intelectual público exitoso, el que es leído con pasión, esperando que sus letras iluminen, aclaren las razones (¿profundas?) de las controversias de toda una época. En tal sentido, hay todo un enigma por resolver sobre la génesis del intelectual público: ¿cómo se forma? ¿cuándo se forma? ¿cómo se consolida y evoluciona esta figura? Lo que sabemos es que la función se configuró hace 150 años en Francia para en seguida exportarse. Otra historia es preguntarse sobre la historia de tal o cual intelectual público en tal o cual país.

Pero, de verdad, ¿las ideas de los intelectuales importan? Hace algunos meses atrás, firmé junto a varios colegas una tribuna colectiva de intelectuales por una solución federal al conflicto palestino-israelí, liderados por Gisèle Sapiro y Thomas Piketty. Adherí desde el primer momento a esta tribuna, cuya propuesta es sumamente interesante: sin embargo, siempre he dudado que, por muy brillantes que sean quienes son autores de una tribuna de opinión o de un manifiesto, las ideas que se encuentran allí contenidas puedan ser portadoras de un cambio de la realidad. En algún sentido, en los tiempos de hoy, las ideas y sus autores ya no participan de modo eficiente en las luchas de esta época. ¿Por qué será? Porque carecen de fuerza, lo que no es lo mismo que decir que les falta inteligencia. Hace 80 años, las ideas y sus autores gozaban de poder, porque existía un público (partiendo por los militantes de partido) que las consumía, las encarnaba (es la lógica de hacer cuerpo con las ideas, in-corporarlas) y las llevaba a la política práctica: desde las actualizaciones de lo que el vocablo “pueblo” quería decir, hasta lo que ese pueblo buscaba expresar. Ese fue el caso, tan admirable como irrepetible, de ese extraordinario intelectual total que fue Jean-Paul Sartre, cuya producción era relevante en el campo del teatro y de la literatura, pero también de la filosofía y de la política. No existe nada, ni nadie remotamente comparable a la figura del intelectual total, ni en Chile ni en ninguna otra parte.

Lo que perdura es la intención y la creencia de pensar que la enunciación de una idea y la firma de quien la produce importan. ¿En qué sentido pueden importar? En que la producción intelectual puede modificar la realidad, interviniendo en los debates de época, por ejemplo sobre los estilos de vida del capitalismo hasta sus efectos civilizacionales, sobre las debilidades de la democracia hasta sus consecuencias cuando se desemboca en regímenes iliberales, o como antaño en la pugna entre capitalismo y socialismo. Es cierto, aun permanece abierta esa posibilidad escéptica de Toni Negri, quien sostenía: “siempre consideré que no son los intelectuales los que inventan las formas en las que se organizan las masas o las multitudes; son ellas las que proponen las formas bajo las cuales actuar”. Puede ser, aunque tengo serias dudas: siempre se necesita a alguien que ponga en palabras la dirección de las luchas populares, el zeitgeist, o el horizonte de una sociedad, generalmente como vanguardia (sí, como vanguardia, ese grupo de agentes que llega antes que el resto a las batallas, en este caso de ideas).

En Chile, como lo señalé en una anterior columna, se aprecia un declive del intelectual público, el que pudo jugar un rol histórico relevante durante el estallido social de 2019: vanagloriando el acontecimiento desde posturas que a menudo fueron tan revolucionarias como delirantes. Las columnas de opinión, pero también los libros y panfletos abundan sobre este acontecimiento. Desde entonces, el declive se ha vuelto evidente, al punto que hasta la filósofa Lucy Oporto ha sido considerada como una figura intelectual a propósito del estallido social.

De allí la pregunta, sumamente reciente, por los modos de intervención de los intelectuales públicos. Qué duda cabe: ya no basta con publicar columnas de opinión escolásticas, en donde la erudición de sus autores busca ilustrar reactivamente los conflictos no de su tiempo, sino de la coyuntura. Es ese enfoque escolástico el que uno puede leer en el periódico El Mercurio todos los domingos, pero también en una que otra carta al director (un género fascinante que alguien tendrá que estudiar).

Si las columnas o la tribuna de opinión no bastan, tampoco es suficiente el libro para que los intelectuales intervengan eficientemente. ¿Qué falta? Suponiendo que los intelectuales públicos tengan algo interesante que decir, lo que falta es tomar seriamente en cuenta el paso desde el intelectual total (à la Sartre) al intelectual multi-plataformas, es decir ese agente que toma posición y argumenta simultáneamente en redes sociales, podcasts, radio y televisión, además de su producción intelectual en columnas y libros. Lo que sabemos es que ningún artículo publicado en alguna revista indexada provocará algún efecto más allá del puñado de especialistas que lo lee: en ese sentido, se trata de una producción públicamente irrelevante. Ningún paper producirá una revolución, ni siquiera su simulacro.

En Chile, las políticas de las universidades no premian a los intelectuales públicos: tácitamente, su producción extra-científica es considerada como charlatanería o, simplemente, como una opinión.

Pues bien, no es de extrañar que con esas políticas la figura del intelectual público esté declinando. A este declive estructural se suma la deriva lingüística de los intelectuales públicos que adhirieron con pasión y locura al estallido social (por ejemplo Rodrigo Karmy o Mauro Salazar): es tal el hermetismo de su idioma que este genera efectos de inclusión para un puñado de iniciados y una exclusión a gran escala de quienes, tratando de leerlos, no entendemos nada a lo que dicen. Es decir, de intelectuales públicos nada.

La pregunta por la relevancia de los intelectuales públicos no descansa solo en lo que tengan que decir, sino también y sobre todo en sus modos de intervención. En tal sentido, la relevancia que están adquiriendo los intelectuales de extrema derecha es inquietante: no porque digan cosas brillantes (no hay nada brillante en la producción de Axel Kaiser en Chile), sino porque la eficacia de su producción descansa en su infraestructura (la Fundación para el Progreso) y en un cultivo de las formas heréticas de decir las cosas.

Herejía u ortodoxia: estas son las coordenadas gruesas de las batallas entre intelectuales públicos que pocos lectores, televidentes o autores observan. Este es el motivo de su declive o irrelevancia. Ya veremos si el declive se revierte: no porque las ideas en disputa sean “mejores”, sino porque la diferencia radicará en los modos de intervención de los intelectuales públicos.

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 Si las columnas o la tribuna de opinión no bastan, tampoco es suficiente el libro para que los intelectuales intervengan eficientemente. ¿Qué falta?  

Desde que el novelista Emilio Zola publicara, en el diario L’Aurore del 18 de enero de 1898, una carta abierta dirigida al presidente de la época Felix Faure en la que denunciaba los defectos de la acusación en contra del oficial de ejército Alfred Dreyfuss, la literatura y la política consideran que este episodio constituye el nacimiento del intelectual público. Para que esto ocurriera, se necesitaba una causa (la condena injusta por espionaje de un militar que además era judío), de alguien relevante que arriesgara públicamente su reputación (y su propia libertad, en este caso un escritor), un campo literario cuya vida interna impactaba en las opiniones de la burguesía y de las clases más ilustradas, pero también un buen título para este gesto performático: es el famoso “¡Yo acuso!…”

Este fue el primer modo de intervención de un intelectual: la carta abierta, que rápidamente derivará en la tribuna o columna de opinión, a menudo en co-autoría con varios otros intelectuales.

Pues bien, este ha sido el modo de intervención predominante de los intelectuales públicos chilenos, pero también globales: tribunas y columnas de opinión, cuyas fracciones más intelectualizadas ven en el libro la expresión cúlmine de sus intervenciones. No sin razón: hay algo profundamente noble en la publicación de un libro en el que su autor toma posición y lucha por las causas de su tiempo (el filósofo Javier Agüero trabaja por estos días en un libro colectivo para conmemorar los 30 años desde la publicación de Chile actual: anatomía de un mito de Tomás Moulian). Pero también hay algo muy ingenuo en el rol que los intelectuales públicos de hoy pretenden jugar: arriesgar su reputación sin experimentar responsabilidades políticas o penales (como fue el caso de Zola) le restan eficacia a su mensaje, apostando solo al poder de las ideas y al estatus del autor. Al mismo tiempo, no es razonable hacer del intelectual público una figura heroica, casi sacrificial: pero las cosas son las que son, siempre hay algo extraordinario en el intelectual público exitoso, el que es leído con pasión, esperando que sus letras iluminen, aclaren las razones (¿profundas?) de las controversias de toda una época. En tal sentido, hay todo un enigma por resolver sobre la génesis del intelectual público: ¿cómo se forma? ¿cuándo se forma? ¿cómo se consolida y evoluciona esta figura? Lo que sabemos es que la función se configuró hace 150 años en Francia para en seguida exportarse. Otra historia es preguntarse sobre la historia de tal o cual intelectual público en tal o cual país.

Pero, de verdad, ¿las ideas de los intelectuales importan? Hace algunos meses atrás, firmé junto a varios colegas una tribuna colectiva de intelectuales por una solución federal al conflicto palestino-israelí, liderados por Gisèle Sapiro y Thomas Piketty. Adherí desde el primer momento a esta tribuna, cuya propuesta es sumamente interesante: sin embargo, siempre he dudado que, por muy brillantes que sean quienes son autores de una tribuna de opinión o de un manifiesto, las ideas que se encuentran allí contenidas puedan ser portadoras de un cambio de la realidad. En algún sentido, en los tiempos de hoy, las ideas y sus autores ya no participan de modo eficiente en las luchas de esta época. ¿Por qué será? Porque carecen de fuerza, lo que no es lo mismo que decir que les falta inteligencia. Hace 80 años, las ideas y sus autores gozaban de poder, porque existía un público (partiendo por los militantes de partido) que las consumía, las encarnaba (es la lógica de hacer cuerpo con las ideas, in-corporarlas) y las llevaba a la política práctica: desde las actualizaciones de lo que el vocablo “pueblo” quería decir, hasta lo que ese pueblo buscaba expresar. Ese fue el caso, tan admirable como irrepetible, de ese extraordinario intelectual total que fue Jean-Paul Sartre, cuya producción era relevante en el campo del teatro y de la literatura, pero también de la filosofía y de la política. No existe nada, ni nadie remotamente comparable a la figura del intelectual total, ni en Chile ni en ninguna otra parte.

Lo que perdura es la intención y la creencia de pensar que la enunciación de una idea y la firma de quien la produce importan. ¿En qué sentido pueden importar? En que la producción intelectual puede modificar la realidad, interviniendo en los debates de época, por ejemplo sobre los estilos de vida del capitalismo hasta sus efectos civilizacionales, sobre las debilidades de la democracia hasta sus consecuencias cuando se desemboca en regímenes iliberales, o como antaño en la pugna entre capitalismo y socialismo. Es cierto, aun permanece abierta esa posibilidad escéptica de Toni Negri, quien sostenía: “siempre consideré que no son los intelectuales los que inventan las formas en las que se organizan las masas o las multitudes; son ellas las que proponen las formas bajo las cuales actuar”. Puede ser, aunque tengo serias dudas: siempre se necesita a alguien que ponga en palabras la dirección de las luchas populares, el zeitgeist, o el horizonte de una sociedad, generalmente como vanguardia (sí, como vanguardia, ese grupo de agentes que llega antes que el resto a las batallas, en este caso de ideas).

En Chile, como lo señalé en una anterior columna, se aprecia un declive del intelectual público, el que pudo jugar un rol histórico relevante durante el estallido social de 2019: vanagloriando el acontecimiento desde posturas que a menudo fueron tan revolucionarias como delirantes. Las columnas de opinión, pero también los libros y panfletos abundan sobre este acontecimiento. Desde entonces, el declive se ha vuelto evidente, al punto que hasta la filósofa Lucy Oporto ha sido considerada como una figura intelectual a propósito del estallido social.

De allí la pregunta, sumamente reciente, por los modos de intervención de los intelectuales públicos. Qué duda cabe: ya no basta con publicar columnas de opinión escolásticas, en donde la erudición de sus autores busca ilustrar reactivamente los conflictos no de su tiempo, sino de la coyuntura. Es ese enfoque escolástico el que uno puede leer en el periódico El Mercurio todos los domingos, pero también en una que otra carta al director (un género fascinante que alguien tendrá que estudiar).

Si las columnas o la tribuna de opinión no bastan, tampoco es suficiente el libro para que los intelectuales intervengan eficientemente. ¿Qué falta? Suponiendo que los intelectuales públicos tengan algo interesante que decir, lo que falta es tomar seriamente en cuenta el paso desde el intelectual total (à la Sartre) al intelectual multi-plataformas, es decir ese agente que toma posición y argumenta simultáneamente en redes sociales, podcasts, radio y televisión, además de su producción intelectual en columnas y libros. Lo que sabemos es que ningún artículo publicado en alguna revista indexada provocará algún efecto más allá del puñado de especialistas que lo lee: en ese sentido, se trata de una producción públicamente irrelevante. Ningún paper producirá una revolución, ni siquiera su simulacro.

En Chile, las políticas de las universidades no premian a los intelectuales públicos: tácitamente, su producción extra-científica es considerada como charlatanería o, simplemente, como una opinión.

Pues bien, no es de extrañar que con esas políticas la figura del intelectual público esté declinando. A este declive estructural se suma la deriva lingüística de los intelectuales públicos que adhirieron con pasión y locura al estallido social (por ejemplo Rodrigo Karmy o Mauro Salazar): es tal el hermetismo de su idioma que este genera efectos de inclusión para un puñado de iniciados y una exclusión a gran escala de quienes, tratando de leerlos, no entendemos nada a lo que dicen. Es decir, de intelectuales públicos nada.

La pregunta por la relevancia de los intelectuales públicos no descansa solo en lo que tengan que decir, sino también y sobre todo en sus modos de intervención. En tal sentido, la relevancia que están adquiriendo los intelectuales de extrema derecha es inquietante: no porque digan cosas brillantes (no hay nada brillante en la producción de Axel Kaiser en Chile), sino porque la eficacia de su producción descansa en su infraestructura (la Fundación para el Progreso) y en un cultivo de las formas heréticas de decir las cosas.

Herejía u ortodoxia: estas son las coordenadas gruesas de las batallas entre intelectuales públicos que pocos lectores, televidentes o autores observan. Este es el motivo de su declive o irrelevancia. Ya veremos si el declive se revierte: no porque las ideas en disputa sean “mejores”, sino porque la diferencia radicará en los modos de intervención de los intelectuales públicos.

Alfredo Joignant es sociólogo y cientista político  y columnista de EL PAÍS

 EL PAÍS

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