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  Política  El humo de la guerra contamina las elecciones de 2026
Política

El humo de la guerra contamina las elecciones de 2026

23 de agosto de 2025
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Colombia no había dejado de percibir el olor a rosas blancas y gladiolos que quedó del sepelio del senador Miguel Uribe Turbay, supuestamente asesinado por la Segunda Marquetalia que orienta alias Iván Márquez —jefe de una de las disidencias de las extintas FARC— cuando la estructura Jaime Martínez, perteneciente al EMC de alias Iván Mordisco ―otro grupo disidente de los acuerdos de paz de 2017—, hizo estallar, el pasado 21 de agosto, un camión bomba cerca a la Escuela de Aviación Marco Fidel Suárez, en el nororiente de Cali.

Fue un jueves teñido de sangre y dolor para un país bajo fuego permanente del terrorismo. Hoy el país no solo llora a los ocho militares asesinados y más de 40 civiles heridos en Cali, y a los 12 policías muertos que tripulaban un helicóptero derribado con un dron por el Estado Mayor Central en Amalfi (Antioquia), sino que reclama acción contundente del Estado contra esas organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, que extraviaron su ideología revolucionaria y se convirtieron, junto al ELN, en jefes de debate de la extrema derecha para su regreso al poder en 2026.

De la mano tendida, el presidente Gustavo Petro ha pasado al brazo en alto con el puño cerrado en defensa de la democracia. En consecuencia, la Segunda Marquetalia, el Estado Mayor Central y el Clan del Golfo serán declaradas como organizaciones terroristas. Así lo anunció el mandatario, en un evento de entrega de tierras en Valledupar, luego de conocer los mencionados atentados. “He tomado una decisión: nuestras investigaciones muestran que el mal llamado Clan del Golfo, la Segunda Marquetalia y las disidencias de alias Iván Mordisco (conocidas como EMC) son la junta del narcotráfico y deben ser consideradas organizaciones terroristas perseguibles en cualquier lugar del planeta, incluida Bogotá”, dijo.

Esa declaratoria significa la aceptación tácita de que la paz total fracasó, que esas organizaciones traicionaron al Gobierno en su oferta de negociación y cese al fuego, y que están desafiando al Estado, debilitando la democracia y alentando narrativas de extrema derecha de intervención militar extranjera para resolver nuestros problemas internos. Lo que sigue para el Gobierno es fortalecer la estrategia de recuperación del territorio y eliminación de la amenaza terrorista, con un mayor robustecimiento de la Fuerza Pública y protección de la población civil. Las operaciones en marcha tendrán que recortarle mucho mayor espacio al terrorismo y Venezuela deberá expulsar a los cabecillas de la guerrilla, como lo pidió Petro. “Lo que acontece en Cali es un acto que irradia pánico en la población civil. Es la segunda vez que ocurre en mi Gobierno. Es terrorismo”, agregó el presidente. Para él, esos atentados deben ser calificados como “actos de guerra”, que deben ser investigados como crímenes de lesa humanidad por la Corte Penal Internacional (CPI).

Otra vez, como en 2002, en la antesala de las elecciones de 2026, contener y derrotar a las disidencias de las FARC y al Clan del Golfo se convierte en el mayor reto del Estado. Con la declaratoria como organizaciones terroristas, el primer Gobierno de izquierda en 200 años les da el mismo estatus que les ha dado el Gobierno de Estados Unidos. El desafío a la democracia y la institucionalidad llega, precisamente, cuando la guerra mundial contra el terrorismo se reedita en manos del presidente Trump, quien ha desplegado frente a las costas de Venezuela un gran poder militar en un abierto desafío a Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, a quienes califica como jefes del Cartel de los Soles, es decir, mafiosos dedicados al narcotráfico, pero también a proteger a la delincuencia colombiana que viste el desteñido uniforme revolucionario con las banderas del ELN, las disidencias de las FARC, y otras organizaciones afines. Maduro y Cabello deberían romper cualquier vínculo con Márquez y Mordisco y entregar sus cabezas a Colombia, no a Estados Unidos. Sería una demostración de sensatez y hermandad con la democracia vecina.

Colombia vive en una reedición permanente de su historia. Los atentados terroristas y los magnicidios ratifican que la violencia es su sello, la democracia un bien poco valorado y la paz una utopía. En 2002 las elecciones presidenciales se definieron el 11 de septiembre de 2001, cuando el mundo vio derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York, por la acción suicida de los talibanes y la lucha contra el terrorismo se convirtió en el eje de la estrategia mundial de la derecha. Ahí se disparó la candidatura de Álvaro Uribe, que apenas tenía el 2% en las encuestas, y se fracturó la de Horacio Serpa, favorito hasta entonces, quien apoyaba las negociaciones de paz del Caguán con las FARC, que lideraba el conservador Andrés Pastrana, a quien esa guerrilla había elegido en 1998.

Uribe, en esos años, proponía como hoy lo hace la ultraderechista Vicky Dávila, la intervención militar extranjera para derrotar a las FARC. Una propuesta que rechazó la comunidad internacional. Pensar en que una fuerza de ocupación venga a resolver nuestros problemas es una ofensa a la institucionalidad y una traición a la democracia. Querer que Colombia se convierta en un Vietnam, arrasado por la conflagración y los bombardeos de una potencia exterior, es una enorme torpeza.

Personalmente, hablé en Washington, en enero de 2002, con un alto cargo del entonces subsecretario de Defensa para el hemisferio occidental, en el Pentágono, sobre ese tema. Fui seleccionado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos al programa de invitados internacionales, por mi condición de asesor político de Horacio Serpa. Y lo que más me impactó fue cuando me dijo, en perfecto español, que la clase política colombiana quería que las tropas americanas vinieran a las selvas a enfrentar las guerrillas para resolver el desastre que ellos mismos habían generado. Y me dejó en claro que los Estados Unidos nunca iban a intervenir militarmente en Colombia para enfrentar las guerrillas. Me dijo, además, que el verdadero peligro para la democracia no era la guerrilla, que terminarían en una mesa de negociación, sino los paramilitares que habían cooptado gran parte de la sociedad.

Esas palabras resultaron proféticas. Hoy después del proceso de paz con las FARC, de los intentos por volver trizas lo pactado y de que el Gobierno Petro aplique la más vigorosa reforma agraria en décadas y haya convertido el campo en eje de la política social, los terroristas del ELN, las FARC y el Clan del Golfo, insisten en incendiar a Colombia. Y la ultraderecha reclama la intervención militar norteamericana. El humo de la guerra vuelve a contaminar el ambiente político. El olfato es el más poderoso sentido de los humanos. Y el olor a pólvora evoca los peores años de Colombia, y recuerda que este país es una fábrica de mártires, de señores de la guerra, venganzas, narcotráfico, polarización y conspiraciones. Una fábrica inagotable de víctimas y victimarios, donde los grupos armados ilegales no mueren sino se transforman y multiplican, el Estado resiste, la Constitución se aplica parcialmente en grandes zonas del territorio, la justicia cojea, y a veces llega, para garantizar verdad, justicia, reparación y no repetición a casi diez millones de víctimas de la violencia, y la lucha por el poder y las elecciones marcan la cotidianidad de la voraz clase política.

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Colombia vive en una conspiración permanente. Y la guerra ha sido el determinante de nuestras elecciones durante décadas. Las Farc fueron grandes electores. Movieron la balanza a favor de los militaristas, como Uribe, o de los negociadores como Betancur, Pastrana y Santos. También, sirvieron para elegir a Duque, quien prometió volver trizas lo pactado por Santos. Ahora, nuevamente, Iván Mordisco e Iván Márquez, de las disidencias, y Antonio García del ELN, se convierten en jefes de debate de la extrema derecha. Cada bombazo y cada muerto, civil o militar, se convertirán en fuente de más dolor nacional y votos para la derecha. Un país en guerra es el escenario perfecto de mentes enfermas que piensan en el negocio de la droga y no en el bienestar del pueblo. Un país incendiado es el teatro de operaciones ideal para revivir al fascismo, sediento de poder y venganza. La ultraderecha encuentra en la lucha contra el terror la bandera que veían extraviada. Una campaña marcada por el dolor es hoy el triste panorama de 2026. El presidente Petro tiene en alto la bandera de la soberanía y la defensa del territorio.

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 Otra vez, como en 2002, en la antesala de las elecciones de 2026, contener y derrotar a las disidencias de las FARC y al Clan del Golfo se convierte en el mayor reto del Estado  

Colombia no había dejado de percibir el olor a rosas blancas y gladiolos que quedó del sepelio del senador Miguel Uribe Turbay, supuestamente asesinado por la Segunda Marquetalia que orienta alias Iván Márquez —jefe de una de las disidencias de las extintas FARC— cuando la estructura Jaime Martínez, perteneciente al EMC de alias Iván Mordisco ―otro grupo disidente de los acuerdos de paz de 2017—, hizo estallar, el pasado 21 de agosto, un camión bomba cerca a la Escuela de Aviación Marco Fidel Suárez, en el nororiente de Cali.

Fue un jueves teñido de sangre y dolor para un país bajo fuego permanente del terrorismo. Hoy el país no solo llora a los ocho militares asesinados y más de 40 civiles heridos en Cali, y a los 12 policías muertos que tripulaban un helicóptero derribado con un dron por el Estado Mayor Central en Amalfi (Antioquia), sino que reclama acción contundente del Estado contra esas organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, que extraviaron su ideología revolucionaria y se convirtieron, junto al ELN, en jefes de debate de la extrema derecha para su regreso al poder en 2026.

De la mano tendida, el presidente Gustavo Petro ha pasado al brazo en alto con el puño cerrado en defensa de la democracia. En consecuencia, la Segunda Marquetalia, el Estado Mayor Central y el Clan del Golfo serán declaradas como organizaciones terroristas. Así lo anunció el mandatario, en un evento de entrega de tierras en Valledupar, luego de conocer los mencionados atentados. “He tomado una decisión: nuestras investigaciones muestran que el mal llamado Clan del Golfo, la Segunda Marquetalia y las disidencias de alias Iván Mordisco (conocidas como EMC) son la junta del narcotráfico y deben ser consideradas organizaciones terroristas perseguibles en cualquier lugar del planeta, incluida Bogotá”, dijo.

Esa declaratoria significa la aceptación tácita de que la paz total fracasó, que esas organizaciones traicionaron al Gobierno en su oferta de negociación y cese al fuego, y que están desafiando al Estado, debilitando la democracia y alentando narrativas de extrema derecha de intervención militar extranjera para resolver nuestros problemas internos. Lo que sigue para el Gobierno es fortalecer la estrategia de recuperación del territorio y eliminación de la amenaza terrorista, con un mayor robustecimiento de la Fuerza Pública y protección de la población civil. Las operaciones en marcha tendrán que recortarle mucho mayor espacio al terrorismo y Venezuela deberá expulsar a los cabecillas de la guerrilla, como lo pidió Petro. “Lo que acontece en Cali es un acto que irradia pánico en la población civil. Es la segunda vez que ocurre en mi Gobierno. Es terrorismo”, agregó el presidente. Para él, esos atentados deben ser calificados como “actos de guerra”, que deben ser investigados como crímenes de lesa humanidad por la Corte Penal Internacional (CPI).

Otra vez, como en 2002, en la antesala de las elecciones de 2026, contener y derrotar a las disidencias de las FARC y al Clan del Golfo se convierte en el mayor reto del Estado. Con la declaratoria como organizaciones terroristas, el primer Gobierno de izquierda en 200 años les da el mismo estatus que les ha dado el Gobierno de Estados Unidos. El desafío a la democracia y la institucionalidad llega, precisamente, cuando la guerra mundial contra el terrorismo se reedita en manos del presidente Trump, quien ha desplegado frente a las costas de Venezuela un gran poder militar en un abierto desafío a Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, a quienes califica como jefes del Cartel de los Soles, es decir, mafiosos dedicados al narcotráfico, pero también a proteger a la delincuencia colombiana que viste el desteñido uniforme revolucionario con las banderas del ELN, las disidencias de las FARC, y otras organizaciones afines. Maduro y Cabello deberían romper cualquier vínculo con Márquez y Mordisco y entregar sus cabezas a Colombia, no a Estados Unidos. Sería una demostración de sensatez y hermandad con la democracia vecina.

Colombia vive en una reedición permanente de su historia. Los atentados terroristas y los magnicidios ratifican que la violencia es su sello, la democracia un bien poco valorado y la paz una utopía. En 2002 las elecciones presidenciales se definieron el 11 de septiembre de 2001, cuando el mundo vio derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York, por la acción suicida de los talibanes y la lucha contra el terrorismo se convirtió en el eje de la estrategia mundial de la derecha. Ahí se disparó la candidatura de Álvaro Uribe, que apenas tenía el 2% en las encuestas, y se fracturó la de Horacio Serpa, favorito hasta entonces, quien apoyaba las negociaciones de paz del Caguán con las FARC, que lideraba el conservador Andrés Pastrana, a quien esa guerrilla había elegido en 1998.

Uribe, en esos años, proponía como hoy lo hace la ultraderechista Vicky Dávila, la intervención militar extranjera para derrotar a las FARC. Una propuesta que rechazó la comunidad internacional. Pensar en que una fuerza de ocupación venga a resolver nuestros problemas es una ofensa a la institucionalidad y una traición a la democracia. Querer que Colombia se convierta en un Vietnam, arrasado por la conflagración y los bombardeos de una potencia exterior, es una enorme torpeza.

Personalmente, hablé en Washington, en enero de 2002, con un alto cargo del entonces subsecretario de Defensa para el hemisferio occidental, en el Pentágono, sobre ese tema. Fui seleccionado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos al programa de invitados internacionales, por mi condición de asesor político de Horacio Serpa. Y lo que más me impactó fue cuando me dijo, en perfecto español, que la clase política colombiana quería que las tropas americanas vinieran a las selvas a enfrentar las guerrillas para resolver el desastre que ellos mismos habían generado. Y me dejó en claro que los Estados Unidos nunca iban a intervenir militarmente en Colombia para enfrentar las guerrillas. Me dijo, además, que el verdadero peligro para la democracia no era la guerrilla, que terminarían en una mesa de negociación, sino los paramilitares que habían cooptado gran parte de la sociedad.

Esas palabras resultaron proféticas. Hoy después del proceso de paz con las FARC, de los intentos por volver trizas lo pactado y de que el Gobierno Petro aplique la más vigorosa reforma agraria en décadas y haya convertido el campo en eje de la política social, los terroristas del ELN, las FARC y el Clan del Golfo, insisten en incendiar a Colombia. Y la ultraderecha reclama la intervención militar norteamericana. El humo de la guerra vuelve a contaminar el ambiente político. El olfato es el más poderoso sentido de los humanos. Y el olor a pólvora evoca los peores años de Colombia, y recuerda que este país es una fábrica de mártires, de señores de la guerra, venganzas, narcotráfico, polarización y conspiraciones. Una fábrica inagotable de víctimas y victimarios, donde los grupos armados ilegales no mueren sino se transforman y multiplican, el Estado resiste, la Constitución se aplica parcialmente en grandes zonas del territorio, la justicia cojea, y a veces llega, para garantizar verdad, justicia, reparación y no repetición a casi diez millones de víctimas de la violencia, y la lucha por el poder y las elecciones marcan la cotidianidad de la voraz clase política.

Colombia vive en una conspiración permanente. Y la guerra ha sido el determinante de nuestras elecciones durante décadas. Las Farc fueron grandes electores. Movieron la balanza a favor de los militaristas, como Uribe, o de los negociadores como Betancur, Pastrana y Santos. También, sirvieron para elegir a Duque, quien prometió volver trizas lo pactado por Santos. Ahora, nuevamente, Iván Mordisco e Iván Márquez, de las disidencias, y Antonio García del ELN, se convierten en jefes de debate de la extrema derecha. Cada bombazo y cada muerto, civil o militar, se convertirán en fuente de más dolor nacional y votos para la derecha. Un país en guerra es el escenario perfecto de mentes enfermas que piensan en el negocio de la droga y no en el bienestar del pueblo. Un país incendiado es el teatro de operaciones ideal para revivir al fascismo, sediento de poder y venganza. La ultraderecha encuentra en la lucha contra el terror la bandera que veían extraviada. Una campaña marcada por el dolor es hoy el triste panorama de 2026. El presidente Petro tiene en alto la bandera de la soberanía y la defensa del territorio.

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