En el Diario Oficial de la Federación del 4 de septiembre pasado, se publicó el “Reglamento de sesiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de integración de las listas de asuntos con proyecto de resolución”. En principio, se trata de una buena noticia, pues sin esa normatividad la Suprema Corte no hubiera podido funcionar. Adicionalmente, el Reglamento ya en vigor tiene algunos aspectos que conviene destacar.
En su parte considerativa, se hace un recordatorio-diagnóstico de lo que históricamente implicaban las cargas de trabajo y, a partir de ahí, se señalan las maneras en que se piensa que la Suprema Corte deberá enfrentar sus responsabilidades, una vez que su composición se redujo de once a nueve miembros y desaparecieron las dos Salas. Un dato relevante es que, de 2011 al 2023, cada una de esas Salas resolvió cerca de 63,000 asuntos y el Pleno poco más de 4,000.
Además de esta constatación numérica en la parte considerativa, se introdujo un argumento parcial que tendrá efectos en el tratamiento de los asuntos. Se dice que es “un hecho notorio que las discusiones en el Pleno eran extremadamente largas y, en muchas ocasiones, se ocupaban de cuestiones procesales en lugar de centrarse en la resolución del fondo”. A juicio de los nuevos ministros, la menor cantidad de resoluciones plenarias se debía a las discusiones procesales entre sus antecesores.
Esta última afirmación es problemática. La primera y más evidente tiene que ver con la validez de la afirmación sobre tal “hecho notorio”. La razón de que las discusiones del Pleno fueran más largas que las de las Salas, obedece al número de integrantes, la dificultad de los asuntos y la ausencia de precedentes obligatorios, “problemas” que, desde luego, no desaparecerán con la nueva integración. El segundo tema es la queja sobre las discusiones de carácter procesal. Aquí las cosas son más complejas tanto porque pretenden superarse mediante una especie de voluntarismo judicial, como porque en tal superación descansa una parte importante del Reglamento de sesiones.
La crítica a lo procesal parece virtuosa en tanto pretende darle centralidad a la solución de fondo del asunto. ¿Qué cosa más importante puede hacerse en la impartición de justicia que ir directamente al problema central y —en el consabido principio romano— dar a cada quien lo suyo? ¿No consiste, acaso en prescindir de todo lo considerado accesorio para mirar el meollo del litigio y asignar la custodia de sus hijos, restituirle la propiedad o imponer años de prisión y reparaciones a quien delinquió? Reducida la impartición de justicia a este enfoque, nadie podría reprocharle nada a la visión subyacente del Reglamento de sesiones. Si las cosas pudieran funcionar en su lógica, todos estaríamos a favor de su filosofía y en contra tanto de las formalidades como de las dilaciones procesales.
Sin embargo, las formalidades procesales tienen la calidad de reguladoras del proceso en el cual los nuevos ministros habrán de actuar. Será mediante esas normas como se defina quién puede acudir a juicio y a quién se le puede llamar al mismo, cuándo o en dónde puede hacerlo. También, cuál es la reclamación que se hace y cómo pretende ser probada, qué efectos se buscan y cuáles son posibles otorgar.
Sin el previo deslinde de los temas procesales es difícil arrancar o continuar un proceso o, en lo que aquí interesa, la discusión colectiva para el dictado de una sentencia. Las omisiones en estos aspectos juegan a favor o en contra de las partes involucradas en un litigio. Si, por ejemplo, la nueva Suprema Corte asume que los temas procesales no tienen relevancia, es posible que dé entrada a cualquiera de las muchas demandas que, por vía de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad o juicios de amparo, sean de su conocimiento. En el primer caso, daría igual que tal demanda sea presentada por un gobernador o por el Tribunal Superior de Justicia de un estado; en el caso de las acciones, resultaría irrelevante si el número de diputados de una legislatura local alcanza el umbral del treinta y tres por ciento, o si un partido político reclama o no la inconstitucionalidad de una ley electoral, pues solo importaría la resolución de fondo. En sentido contrario, podría suceder que los ministros decidieran que la irrelevancia procesal debe recaer en contra de los promoventes, y estimar que las demandas o recursos deben ser considerados en el mismo sentido.
En las situaciones extremas señaladas, las formalidades procesales son determinantes de las posibilidades y alcances del fondo del asunto. No se puede llegar a este sin haber transitado por aquellas, a menos, claro está, que se quiera privilegiar a una de las partes sobre otra al asignarle un estatus encaminado a la resolución final. La manera de saber si tal condición se da o no y, en su caso, en favor o en contra de quien pasa por la discusión y votación tanto de los supuestos como de las cargas procesales. Si estos no se discuten bajo la consigna de privilegiar el fondo, la justicia podrá parecer más justa desde la perspectiva de quienes aplaudan la resolución con independencia de cómo se haya tomado. Para quienes se detengan a observar el modo en el que se llegó al punto de resolución, será importante saber cómo se desenvolvieron las preferencias o sesgos en los que descansa tal estado de cosas y, desde ahí, las resoluciones de fondo.
El Reglamento de sesiones, que se acaba de aprobar, consagra de manera explícita una dinámica antiprocesalista. En el artículo 12, fracción I, se establece que, al comenzar la presentación de proyecto de resolución sometido a la aprobación del Pleno, el ministro ponente deberá centrarse en los argumentos sustanciales que den solución al asunto y, excluir, de ser posible, los aspectos relativos a la procedencia. A tal fin, podrá exponer cuestiones vinculadas con los aspectos procesales cuando sean la materia principal del proyecto; sean indispensables para que el Pleno adopte un nuevo criterio; lo solicite un ministro; se hubiere iniciado debate con relación a ellos o se hubieren hecho observaciones relacionadas con ellos antes de la sesión.
De nuevo, si estas reglas se entienden de un modo laxo, nada habrá cambiado en la discusión de los asuntos, y lo que se está ofreciendo como novedad es más de lo que ya había, aunque con otras denominaciones y formas. Si, por el contrario, se asume que tales reglas son rigurosas, es muy probable que las formas procesales queden ocultas. Ya veremos en favor de qué promoventes o de qué tipo de asuntos.
Las formalidades procesales tienen la calidad de reguladoras del proceso en el cual los nuevos ministros habrán de actuar
En el Diario Oficial de la Federación del 4 de septiembre pasado, se publicó el “Reglamento de sesiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de integración de las listas de asuntos con proyecto de resolución”. En principio, se trata de una buena noticia, pues sin esa normatividad la Suprema Corte no hubiera podido funcionar. Adicionalmente, el Reglamento ya en vigor tiene algunos aspectos que conviene destacar.
En su parte considerativa, se hace un recordatorio-diagnóstico de lo que históricamente implicaban las cargas de trabajo y, a partir de ahí, se señalan las maneras en que se piensa que la Suprema Corte deberá enfrentar sus responsabilidades, una vez que su composición se redujo de once a nueve miembros y desaparecieron las dos Salas. Un dato relevante es que, de 2011 al 2023, cada una de esas Salas resolvió cerca de 63,000 asuntos y el Pleno poco más de 4,000.
Además de esta constatación numérica en la parte considerativa, se introdujo un argumento parcial que tendrá efectos en el tratamiento de los asuntos. Se dice que es “un hecho notorio que las discusiones en el Pleno eran extremadamente largas y, en muchas ocasiones, se ocupaban de cuestiones procesales en lugar de centrarse en la resolución del fondo”. A juicio de los nuevos ministros, la menor cantidad de resoluciones plenarias se debía a las discusiones procesales entre sus antecesores.
Esta última afirmación es problemática. La primera y más evidente tiene que ver con la validez de la afirmación sobre tal “hecho notorio”. La razón de que las discusiones del Pleno fueran más largas que las de las Salas, obedece al número de integrantes, la dificultad de los asuntos y la ausencia de precedentes obligatorios, “problemas” que, desde luego, no desaparecerán con la nueva integración. El segundo tema es la queja sobre las discusiones de carácter procesal. Aquí las cosas son más complejas tanto porque pretenden superarse mediante una especie de voluntarismo judicial, como porque en tal superación descansa una parte importante del Reglamento de sesiones.
La crítica a lo procesal parece virtuosa en tanto pretende darle centralidad a la solución de fondo del asunto. ¿Qué cosa más importante puede hacerse en la impartición de justicia que ir directamente al problema central y —en el consabido principio romano— dar a cada quien lo suyo? ¿No consiste, acaso en prescindir de todo lo considerado accesorio para mirar el meollo del litigio y asignar la custodia de sus hijos, restituirle la propiedad o imponer años de prisión y reparaciones a quien delinquió? Reducida la impartición de justicia a este enfoque, nadie podría reprocharle nada a la visión subyacente del Reglamento de sesiones. Si las cosas pudieran funcionar en su lógica, todos estaríamos a favor de su filosofía y en contra tanto de las formalidades como de las dilaciones procesales.
Sin embargo, las formalidades procesales tienen la calidad de reguladoras del proceso en el cual los nuevos ministros habrán de actuar. Será mediante esas normas como se defina quién puede acudir a juicio y a quién se le puede llamar al mismo, cuándo o en dónde puede hacerlo. También, cuál es la reclamación que se hace y cómo pretende ser probada, qué efectos se buscan y cuáles son posibles otorgar.
Sin el previo deslinde de los temas procesales es difícil arrancar o continuar un proceso o, en lo que aquí interesa, la discusión colectiva para el dictado de una sentencia. Las omisiones en estos aspectos juegan a favor o en contra de las partes involucradas en un litigio. Si, por ejemplo, la nueva Suprema Corte asume que los temas procesales no tienen relevancia, es posible que dé entrada a cualquiera de las muchas demandas que, por vía de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad o juicios de amparo, sean de su conocimiento. En el primer caso, daría igual que tal demanda sea presentada por un gobernador o por el Tribunal Superior de Justicia de un estado; en el caso de las acciones, resultaría irrelevante si el número de diputados de una legislatura local alcanza el umbral del treinta y tres por ciento, o si un partido político reclama o no la inconstitucionalidad de una ley electoral, pues solo importaría la resolución de fondo. En sentido contrario, podría suceder que los ministros decidieran que la irrelevancia procesal debe recaer en contra de los promoventes, y estimar que las demandas o recursos deben ser considerados en el mismo sentido.
En las situaciones extremas señaladas, las formalidades procesales son determinantes de las posibilidades y alcances del fondo del asunto. No se puede llegar a este sin haber transitado por aquellas, a menos, claro está, que se quiera privilegiar a una de las partes sobre otra al asignarle un estatus encaminado a la resolución final. La manera de saber si tal condición se da o no y, en su caso, en favor o en contra de quien pasa por la discusión y votación tanto de los supuestos como de las cargas procesales. Si estos no se discuten bajo la consigna de privilegiar el fondo, la justicia podrá parecer más justa desde la perspectiva de quienes aplaudan la resolución con independencia de cómo se haya tomado. Para quienes se detengan a observar el modo en el que se llegó al punto de resolución, será importante saber cómo se desenvolvieron las preferencias o sesgos en los que descansa tal estado de cosas y, desde ahí, las resoluciones de fondo.
El Reglamento de sesiones, que se acaba de aprobar, consagra de manera explícita una dinámica antiprocesalista. En el artículo 12, fracción I, se establece que, al comenzar la presentación de proyecto de resolución sometido a la aprobación del Pleno, el ministro ponente deberá centrarse en los argumentos sustanciales que den solución al asunto y, excluir, de ser posible, los aspectos relativos a la procedencia. A tal fin, podrá exponer cuestiones vinculadas con los aspectos procesales cuando sean la materia principal del proyecto; sean indispensables para que el Pleno adopte un nuevo criterio; lo solicite un ministro; se hubiere iniciado debate con relación a ellos o se hubieren hecho observaciones relacionadas con ellos antes de la sesión.
De nuevo, si estas reglas se entienden de un modo laxo, nada habrá cambiado en la discusión de los asuntos, y lo que se está ofreciendo como novedad es más de lo que ya había, aunque con otras denominaciones y formas. Si, por el contrario, se asume que tales reglas son rigurosas, es muy probable que las formas procesales queden ocultas. Ya veremos en favor de qué promoventes o de qué tipo de asuntos.
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