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Política

Díscolos

24 de agosto de 2025
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En nuestro país, Chile, cuando el sistema político exhibe sus grietas, los mismos incumbentes suelen desplegarse con una creatividad febril para proponer reformas que, en rigor, no buscan transformar la casa común, sino sostener a como dé lugar el edificio que todavía los alberga. Desde el término del sistema binominal hasta las sucesivas reformas de partidos, lo que hemos presenciado es una larga cadena de ajustes cosméticos que jamás han logrado convencer del todo. Y ahora, como si hubieran descubierto de pronto la pólvora, la clase política chilena parece caer en cuenta de que la fragmentación parlamentaria no es solo una estadística incómoda, sino una amenaza real para la gobernabilidad.

La receta que se propone es, como suele ocurrir, a la vez necesaria y cruel: subir la reja de acceso al Congreso y encadenar a quienes logren entrar. La idea de un umbral mínimo de votos a nivel nacional para que un partido pueda tener representación parlamentaria no busca tanto fortalecer la democracia como filtrar la oferta, borrando de un plumazo a colectividades decadentes que sobreviven más del financiamiento público que de la confianza ciudadana. En paralelo, se levantan iniciativas para endurecer la disciplina partidaria y requisitos más estrictos para fundar nuevos partidos o movimientos. El mensaje es inequívoco: llegó la hora de frenar la proliferación de pymes políticas, esas agrupaciones que nacen al calor de un chat, adoptan una bandera pintoresca y terminan negociando cupos como quien pretende conseguir entradas para un clásico de fútbol.

Mientras tanto, los partidos, autoproclamados guardianes de la democracia, actúan como marcas de detergente: cambian de nombre, se mezclan y se disuelven, prometiendo siempre una limpieza más profunda que nunca llega. La representación partidaria es un simulacro sofisticado: reglamentos minuciosos, pactos inscritos en plataformas digitales, listas con equilibrios de género y hasta lápices estandarizados para marcar la preferencia. Todo, para que al final el parlamentario recuerde que la disciplina partidaria no es más que una recomendación estética. Es ahí donde emerge el díscolo: esa criatura híbrida que hace carrera jurando fidelidad y, al minuto siguiente, vota en contra de su propia bancada. Y mientras las leyes electorales regulan con celo hasta el doblado de las papeletas, nada puede contener la pulsión nómada del congresista criollo, siempre dispuesto a declararse independiente si la ocasión lo amerita. La paradoja es cruel: en un país donde los representantes gozan de una libertad absoluta, el único realmente encadenado es el ciudadano común.

Con la reinstauración del voto obligatorio, en 2023, se terminó de consumar el cuadro. Millones de electores fueron devueltos a las urnas no por un arrebato democrático, sino por temor a la sanción. Así nació el votante obligado, un actor inesperado, incómodo y decisivo. Su debut fue en el plebiscito constitucional de 2022: la participación alcanzó niveles inéditos y el proyecto fue rechazado con un contundente 62%. En 2023, en la elección de consejeros constitucionales, este nuevo elector inclinó la balanza hacia la derecha más dura, premiando el discurso del orden frente al ruido de la incertidumbre. Y en las municipales de 2024, distribuyó su apoyo con pragmatismo implacable, favoreciendo a quienes pavimentaban calles o instalaban luminarias, mientras las élites políticas seguían discutiendo iniciativas que a nadie interesaban. Al parecer, se trata de un nuevo elector que, en gran medida, proviene de comunas periféricas y sectores populares donde antes reinaba la abstención. Es conservador en lo valórico, desconfiado de la política y profundamente reactivo. No vota por proyectos, sino contra ellos; no se adscribe a partidos, los castiga. Su brújula es el malestar inmediato y su lealtad, inexistente. Si se le arrastra a votar, responde con un voto de castigo.

Así hemos llegado a un escenario donde los parlamentarios se reservan el derecho de ser díscolos, mientras los ciudadanos han perdido incluso la libertad de abstenerse. El representante se da el lujo de votar a conciencia; el votante obligado vota a la fuerza. Y lejos de estabilizar el sistema, este nuevo actor lo ha vuelto más incierto: impredecible, volátil y temible para cualquier élite. Ningún partido puede reclamar propiedad sobre él; no es militante, no es fiel, no se puede domesticar.

El resultado es una tragicomedia institucional: un sistema electoral obsesionado con disciplinar a los ciudadanos —plazos rígidos, papeletas perfectas, propaganda milimétricamente controlada—, mientras se tolera un Congreso donde la disciplina partidaria es apenas un chiste de pasillo. El votante obligado se convierte, en última instancia, en el verdadero díscolo de la democracia: no se disciplina, no se fideliza, no se conquista. Se le arrastra a la urna y él, con ironía colectiva, cambia el rumbo del país.

Como buen sociólogo, me resisto a predecir el futuro, pero no a reírme de nuestras paradojas. Chile pide gobernabilidad y castiga la improvisación, pero aplaude la independencia y el voto en conciencia. Reniega de los partidos históricos, pero teme que las nuevas agrupaciones sean peores. Quiere que el Congreso funcione, pero no confía en sus parlamentarios. El 16 de noviembre asistiremos a una nueva prueba de fuego: sabremos si la cirugía electoral estabiliza al paciente o si, como tantas veces en nuestra historia, terminamos lamentando que el remedio sea casi tan amargo como la enfermedad.

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La idea de un umbral mínimo de votos a nivel nacional para que un partido pueda tener representación parlamentaria no busca tanto fortalecer la democracia como filtrar la oferta, borrando de un plumazo a colectividades decadentes que sobreviven más del financiamiento público que de la confianza ciudadana. En paralelo, se levantan iniciativas para endurecer la disciplina partidaria y requisitos más estrictos para fundar nuevos partidos o movimientos. El mensaje es inequívoco: llegó la hora de frenar la proliferación de pymes políticas, esas agrupaciones que nacen al calor de un chat, adoptan una bandera pintoresca y terminan negociando cupos como quien pretende conseguir entradas para un clásico de fútbol. Mientras tanto, los partidos, autoproclamados guardianes de la democracia, actúan como marcas de detergente: cambian de nombre, se mezclan y se disuelven, prometiendo siempre una limpieza más profunda que nunca llega. La representación partidaria es un simulacro sofisticado: reglamentos minuciosos, pactos inscritos en plataformas digitales, listas con equilibrios de género y hasta lápices estandarizados para marcar la preferencia. Todo, para que al final el parlamentario recuerde que la disciplina partidaria no es más que una recomendación estética. Es ahí donde emerge el díscolo: esa criatura híbrida que hace carrera jurando fidelidad y, al minuto siguiente, vota en contra de su propia bancada. Y mientras las leyes electorales regulan con celo hasta el doblado de las papeletas, nada puede contener la pulsión nómada del congresista criollo, siempre dispuesto a declararse independiente si la ocasión lo amerita. La paradoja es cruel: en un país donde los representantes gozan de una libertad absoluta, el único realmente encadenado es el ciudadano común.Con la reinstauración del voto obligatorio, en 2023, se terminó de consumar el cuadro. Millones de electores fueron devueltos a las urnas no por un arrebato democrático, sino por temor a la sanción. Así nació el votante obligado, un actor inesperado, incómodo y decisivo. Su debut fue en el plebiscito constitucional de 2022: la participación alcanzó niveles inéditos y el proyecto fue rechazado con un contundente 62%. En 2023, en la elección de consejeros constitucionales, este nuevo elector inclinó la balanza hacia la derecha más dura, premiando el discurso del orden frente al ruido de la incertidumbre. Y en las municipales de 2024, distribuyó su apoyo con pragmatismo implacable, favoreciendo a quienes pavimentaban calles o instalaban luminarias, mientras las élites políticas seguían discutiendo iniciativas que a nadie interesaban. Al parecer, se trata de un nuevo elector que, en gran medida, proviene de comunas periféricas y sectores populares donde antes reinaba la abstención. Es conservador en lo valórico, desconfiado de la política y profundamente reactivo. No vota por proyectos, sino contra ellos; no se adscribe a partidos, los castiga. Su brújula es el malestar inmediato y su lealtad, inexistente. Si se le arrastra a votar, responde con un voto de castigo. Así hemos llegado a un escenario donde los parlamentarios se reservan el derecho de ser díscolos, mientras los ciudadanos han perdido incluso la libertad de abstenerse. El representante se da el lujo de votar a conciencia; el votante obligado vota a la fuerza. Y lejos de estabilizar el sistema, este nuevo actor lo ha vuelto más incierto: impredecible, volátil y temible para cualquier élite. Ningún partido puede reclamar propiedad sobre él; no es militante, no es fiel, no se puede domesticar. El resultado es una tragicomedia institucional: un sistema electoral obsesionado con disciplinar a los ciudadanos —plazos rígidos, papeletas perfectas, propaganda milimétricamente controlada—, mientras se tolera un Congreso donde la disciplina partidaria es apenas un chiste de pasillo. El votante obligado se convierte, en última instancia, en el verdadero díscolo de la democracia: no se disciplina, no se fideliza, no se conquista. Se le arrastra a la urna y él, con ironía colectiva, cambia el rumbo del país.Como buen sociólogo, me resisto a predecir el futuro, pero no a reírme de nuestras paradojas. Chile pide gobernabilidad y castiga la improvisación, pero aplaude la independencia y el voto en conciencia. Reniega de los partidos históricos, pero teme que las nuevas agrupaciones sean peores. Quiere que el Congreso funcione, pero no confía en sus parlamentarios. El 16 de noviembre asistiremos a una nueva prueba de fuego: sabremos si la cirugía electoral estabiliza al paciente o si, como tantas veces en nuestra historia, terminamos lamentando que el remedio sea casi tan amargo como la enfermedad. Seguir leyendo  

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La receta que se propone es, como suele ocurrir, a la vez necesaria y cruel: subir la reja de acceso al Congreso y encadenar a quienes logren entrar. La idea de un umbral mínimo de votos a nivel nacional para que un partido pueda tener representación parlamentaria no busca tanto fortalecer la democracia como filtrar la oferta, borrando de un plumazo a colectividades decadentes que sobreviven más del financiamiento público que de la confianza ciudadana. En paralelo, se levantan iniciativas para endurecer la disciplina partidaria y requisitos más estrictos para fundar nuevos partidos o movimientos. El mensaje es inequívoco: llegó la hora de frenar la proliferación de pymes políticas, esas agrupaciones que nacen al calor de un chat, adoptan una bandera pintoresca y terminan negociando cupos como quien pretende conseguir entradas para un clásico de fútbol.

Mientras tanto, los partidos, autoproclamados guardianes de la democracia, actúan como marcas de detergente: cambian de nombre, se mezclan y se disuelven, prometiendo siempre una limpieza más profunda que nunca llega. La representación partidaria es un simulacro sofisticado: reglamentos minuciosos, pactos inscritos en plataformas digitales, listas con equilibrios de género y hasta lápices estandarizados para marcar la preferencia. Todo, para que al final el parlamentario recuerde que la disciplina partidaria no es más que una recomendación estética. Es ahí donde emerge el díscolo: esa criatura híbrida que hace carrera jurando fidelidad y, al minuto siguiente, vota en contra de su propia bancada. Y mientras las leyes electorales regulan con celo hasta el doblado de las papeletas, nada puede contener la pulsión nómada del congresista criollo, siempre dispuesto a declararse independiente si la ocasión lo amerita. La paradoja es cruel: en un país donde los representantes gozan de una libertad absoluta, el único realmente encadenado es el ciudadano común.

Con la reinstauración del voto obligatorio, en 2023, se terminó de consumar el cuadro. Millones de electores fueron devueltos a las urnas no por un arrebato democrático, sino por temor a la sanción. Así nació el votante obligado, un actor inesperado, incómodo y decisivo. Su debut fue en el plebiscito constitucional de 2022: la participación alcanzó niveles inéditos y el proyecto fue rechazado con un contundente 62%. En 2023, en la elección de consejeros constitucionales, este nuevo elector inclinó la balanza hacia la derecha más dura, premiando el discurso del orden frente al ruido de la incertidumbre. Y en las municipales de 2024, distribuyó su apoyo con pragmatismo implacable, favoreciendo a quienes pavimentaban calles o instalaban luminarias, mientras las élites políticas seguían discutiendo iniciativas que a nadie interesaban. Al parecer, se trata de un nuevo elector que, en gran medida, proviene de comunas periféricas y sectores populares donde antes reinaba la abstención. Es conservador en lo valórico, desconfiado de la política y profundamente reactivo. No vota por proyectos, sino contra ellos; no se adscribe a partidos, los castiga. Su brújula es el malestar inmediato y su lealtad, inexistente. Si se le arrastra a votar, responde con un voto de castigo.

Así hemos llegado a un escenario donde los parlamentarios se reservan el derecho de ser díscolos, mientras los ciudadanos han perdido incluso la libertad de abstenerse. El representante se da el lujo de votar a conciencia; el votante obligado vota a la fuerza. Y lejos de estabilizar el sistema, este nuevo actor lo ha vuelto más incierto: impredecible, volátil y temible para cualquier élite. Ningún partido puede reclamar propiedad sobre él; no es militante, no es fiel, no se puede domesticar.

El resultado es una tragicomedia institucional: un sistema electoral obsesionado con disciplinar a los ciudadanos —plazos rígidos, papeletas perfectas, propaganda milimétricamente controlada—, mientras se tolera un Congreso donde la disciplina partidaria es apenas un chiste de pasillo. El votante obligado se convierte, en última instancia, en el verdadero díscolo de la democracia: no se disciplina, no se fideliza, no se conquista. Se le arrastra a la urna y él, con ironía colectiva, cambia el rumbo del país.

Como buen sociólogo, me resisto a predecir el futuro, pero no a reírme de nuestras paradojas. Chile pide gobernabilidad y castiga la improvisación, pero aplaude la independencia y el voto en conciencia. Reniega de los partidos históricos, pero teme que las nuevas agrupaciones sean peores. Quiere que el Congreso funcione, pero no confía en sus parlamentarios. El 16 de noviembre asistiremos a una nueva prueba de fuego: sabremos si la cirugía electoral estabiliza al paciente o si, como tantas veces en nuestra historia, terminamos lamentando que el remedio sea casi tan amargo como la enfermedad.

Juan Pardo es sociólogo, socio y director de Feedback

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