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  Política  Colombia se plantea permitir la caza comercial del animal más amistoso del planeta
Política

Colombia se plantea permitir la caza comercial del animal más amistoso del planeta

31 de agosto de 2025
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Antes de que el chigüiro o capibara se convirtiera en símbolo nacional de Colombia y objeto de mercadeo, con su aparición como un personaje de Disney, la llegada masiva de peluches hechos en China o la explosión de su fama como “el animal más amistoso del planeta”, sus manadas caminaron con bastante modestia durante decenas de millones de años por las sabanas inundables de la Orinoquía, las llanuras colombovenezolanas al este de los Andes. “Son divinos”, reconoce Hugo López Arévalo, biólogo y docente de la Universidad Nacional, quien ha dedicado parte de su carrera a su estudio, pero quien, por contradictorio que parezca, también defiende su caza comercial.

Como sucede con los hipopótamos de Pablo Escobar, cada cierto tiempo revive el debate sobre si se debe permitir la caza de este roedor, también conocido como carpincho o capibara, y que tiene unas tasas de reproducción tan altas que en Argentina o Brasil ha llegado a ser considerado una plaga. Las posturas de científicos y animalistas parecen irreconciliables. Aunque la lideresa Lena Estrada descartó la posibilidad, en una de sus últimas decisiones antes de renunciar al cargo de ministra de Ambiente, López y sus colegas piden que la discusión continúe.

Los científicos señalan que más de 20 años de investigaciones, encabezadas por la universidad pública y financiadas con dinero del Estado y de cooperación internacional, demuestran que permitir la caza de entre el 5% y 10% de su población no afecta su composición general. Argumentan que parte de su población muere cíclicamente a causa de las sequías, y que se puede promover el uso sostenible de su carne, huesos o piel, en cumplimiento del Convenio de Diversidad Biológica que firmó el país en 1992. Así, el Estado pasaría a controlar una actividad que se realiza ilegalmente.

Los animalistas, en cambio, consideran que se trata de una práctica cruel, y señalan que la caza no es el tema central, pues el consumo legal de la carne de chigüiro se da por la vía de la zoocría. Además, “¿cómo confiar en los controles de una entidad que ha sido incapaz de luchar contra los delitos ambientales?”, cuestiona Andrea Padilla, senadora del Partido Verde y conocida activista por los derechos de los animales. Por escrito, la congresista comenta que, además de los motivos éticos que encuentra para no comer su carne, lo deseable sería “recuperar y proteger su hábitat, conservar las sabanas inundables donde habitan, monitorear las poblaciones silvestres y proteger la salud de los individuos”.

En la discusión sobre los chigüiros se cruzan todos los caminos: la contaminación del agua, la pérdida de selva, la seguridad alimentaria y, especialmente, el arroz. Este producto básico de la canasta familiar de los colombianos es uno de los factores centrales que aparece en el debate. López coincide con los animalistas en que si a largo plazo el chigüiro corre algún riesgo como especie no es por su caza, sino por la transformación, radical y silenciosa, que están sufriendo los Llanos Orientales por cuenta de las grandes plantaciones de caucho, soya, palma, caña de azúcar y, principalmente, arroz.

Un grupo de chigüiros descansa en los Llanos Orientales.

La “avanzada” arrocera

Los Llanos Orientales, una planicie de tradición ganadera que sirve como una transición natural hacia la Amazonía, se han venido transformando en las última décadas. A partir de los años 80, el arroz empezó a cobrar fuerza; aquellas sabanas llenas de agua y sol resultaban altamente propicias para su cultivo, y en los 90 la vía Bogotá-Villavicencio lo terminó de impulsar. La industria ha logrado tanta solidez que en 2024 la Orinoquía proporcionó el 55% del grano que se consume en Colombia, de acuerdo con la Federación Nacional de Arroceros, Fedearroz.

Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), advierte que el modelo que se creó tiene un enorme impacto ambiental. “La industria arrocera entre Arauca y Casanare mueve caños, ríos completos, sin ningún control. Como son tierras baratas, les dan durísimo, utilizan fertilización química y hacen uso masivo de pesticidas. ¿Cuántos miles de litros están cayendo a las aguas?”, se pregunta. “Los arroceros tienen permisos de captación de agua mayores que la industria de hidrocarburos”, añade Botero. En el borde sur de la Orinoquía, donde inicia la Amazonía, hay síntomas de una avanzada arrocera que va “acabando con los bosques inundables del país”, explica, y al perderse esos ecosistemas aumenta la vulnerabilidad a los eventos extremos del cambio climático, como inundaciones o sequías.

Jorge Ardila, ingeniero agrónomo que forma parte del equipo de investigación de Fedearroz en Yopal, una de las mayores ciudades de la región, matiza las críticas. Argumenta que las dinámicas agrícolas son complejas y por eso no es posible responsabilizar a una sola industria del deterioro ambiental. Señala que en los Llanos la mayoría del arroz se cultiva con el método secano, que depende de la lluvia, y resalta que los arroceros han logrado reducir su huella hídrica en un 55%, así como la cantidad de químicos que utilizan: “Hay agroquímicos que se aplican, y que en cualquier cultivo generan un impacto, pero con monitoreos hemos reducido los herbicidas, insecticidas y fungicidas”.

Sin embargo, algunos arroceros no cuentan con una asesoría técnica que los guíe en procesos más amigables con el medio ambiente como los que direcciona Fedearroz. “Cuando a la gente le va bien, estimula a los agricultores ‘paracaidistas’, que llegan a expandir áreas o la frontera agrícola”, afirma Ardila, y algunos de ellos no son tan cuidadosos con la protección ambiental. El gremio, sin embargo, dice ser consciente de que la transformación de las sabanas a largo plazo sí podría afectar el hábitat de los chigüiros y de otros animales, pero aclara que el control y la delimitación es una competencia del Estado.

“Si no hay ningún plan de ordenamiento territorial que dé directrices para saber dónde sí y dónde no sembrar, es difícil”, explica Ardila, quien sostiene que los documentos están desactualizados. Sin esa carta de navegación, dice, “están a ciegas”. El agrónomo también comenta que muchas veces los propietarios de las fincas utilizan al arrocero que llega para que haga la transformación del terreno, “para que el ganadero allí donde se siembra el arroz pueda establecer praderas, pasturas y su ganadería. Son las áreas arroceras en las que uno ve el arroz en una ocasión, y ya”.

Dos chigüiros cruzan el río Meta al atardecer.

Un nuevo paisaje

Diseñados para vivir en sabanas inundables, untarse de lodo para protegerse del sol y convivir armónicamente con otros animales, ya que son herbívoros, es difícil imaginar la subsistencia de los chigüiros por fuera del ecosistema en el que han evolucionado. Pese a que el origen de este roedor puede rastrearse hasta África antes de la división continental, el animal “es de lo más colombiano, o de lo más neotropical que pueda existir”, explica López. De su rastro dan cuenta fósiles hallados en La Guajira, que datan de los tiempos en los que el desierto del extremo norte del país era un bosque tropical.

Hoy, chigüiros y arrozales se funden en un mismo paisaje. Los agricultores encuentran sus huellas, saben que pasan por sus hatos, y que en ocasiones se alimentan de su arroz, sobre todo cuando el grano está apenas germinando. Aunque López ha sabido de casos en los que los propietarios los mandan a matar para proteger los cultivos, Fedearroz asegura no tener ningún reporte; únicamente han registrado que en ocasiones los agricultores utilizan cercas de electricidad para espantarlos. Los chigüiros, de todas formas, no duran mucho en sus arrozales; solo están de paso, en su eterno trasegar por la sabana.

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En medio de tantos cambios, López insiste en la importancia de su caza comercial. “No podemos pensar que todo lo verde es bioeconomía, ni que todo lo que no es carne es bueno”, afirma, y señala que vender la carne de chigüiro podría aportar beneficios económicos para la comunidad que contrarresten el atractivo de los cultivos extensivos. El reciente paro arrocero, en julio, ha dejado en evidencia la fragilidad de un sector que en ocasiones ve caer sus precios por debajo del costo de producción. Y uno que busca soluciones a contrarreloj: en el 2030 el arroz de Estados Unidos ingresará a Colombia sin ningún arancel, según el TLC firmado, lo cual expone a una crisis a los arroceros locales.

Los estudios de impacto ambiental de la caza establecen que sí hay un mercado potencial para la carne de chigüiro fuera de los Llanos Orientales, donde los habitantes prefieren el cerdo o la res. Los investigadores de la Universidad Nacional consultaron a prestigiosos chefs, que manifestaron su interés por utilizarla en sus cartas, como un atractivo novedoso, e incluso turístico. “En Australia, la carne de canguro se vende en supermercados, en una vitrina específica. El que quiere, sabe que allí la puede obtener”, explica López, quien pide que el debate no se frene: “Si trancamos la discusión, y no tenemos en cuenta que hay poblaciones abundantes en algunos sitios, veremos cómo el chigüiro desaparecerá a punta de arrozales o porque la gente los mató porque se volvieron plaga”.

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 Pese a que científicos y animalistas difieren respecto a la caza del roedor, coinciden en que el principal riesgo que corre “el animal más amistoso del planeta” es el deterioro de los Llanos Orientales  

Antes de que el chigüiro o capibara se convirtiera en símbolo nacional de Colombia y objeto de mercadeo, con su aparición como un personaje de Disney, la llegada masiva de peluches hechos en China o la explosión de su fama como “el animal más amistoso del planeta”, sus manadas caminaron con bastante modestia durante decenas de millones de años por las sabanas inundables de la Orinoquía, las llanuras colombovenezolanas al este de los Andes.“Son divinos”, reconoce Hugo López Arévalo, biólogo y docente de la Universidad Nacional, quien ha dedicado parte de su carrera a su estudio, pero quien, por contradictorio que parezca, también defiende su caza comercial.

Como sucede con los hipopótamos de Pablo Escobar, cada cierto tiempo revive el debate sobre si se debe permitir la caza de este roedor, también conocido como carpincho o capibara, y que tiene unas tasas de reproducción tan altas que en Argentina o Brasil ha llegado a ser considerado una plaga. Las posturas de científicos y animalistas parecen irreconciliables. Aunque la lideresa Lena Estrada descartó la posibilidad, en una de sus últimas decisiones antes de renunciar al cargo de ministra de Ambiente, López y sus colegas piden que la discusión continúe.

Los científicos señalan que más de 20 años de investigaciones, encabezadas por la universidad pública y financiadas con dinero del Estado y de cooperación internacional, demuestran que permitir la caza de entre el 5% y 10% de su población no afecta su composición general. Argumentan que parte de su población muere cíclicamente a causa de las sequías, y que se puede promover el uso sostenible de su carne, huesos o piel, en cumplimiento del Convenio de Diversidad Biológica que firmó el país en 1992. Así, el Estado pasaría a controlar una actividad que se realiza ilegalmente.

Los animalistas, en cambio, consideran que se trata de una práctica cruel, y señalan que la caza no es el tema central, pues el consumo legal de la carne de chigüiro se da por la vía de la zoocría. Además, “¿cómo confiar en los controles de una entidad que ha sido incapaz de luchar contra los delitos ambientales?”, cuestiona Andrea Padilla, senadora del Partido Verde y conocida activista por los derechos de los animales. Por escrito, la congresista comenta que, además de los motivos éticos que encuentra para no comer su carne, lo deseable sería “recuperar y proteger su hábitat, conservar las sabanas inundables donde habitan, monitorear las poblaciones silvestres y proteger la salud de los individuos”.

En la discusión sobre los chigüiros se cruzan todos los caminos: la contaminación del agua, la pérdida de selva, la seguridad alimentaria y, especialmente, el arroz. Este producto básico de la canasta familiar de los colombianos es uno de los factores centrales que aparece en el debate. López coincide con los animalistas en que si a largo plazo el chigüiro corre algún riesgo como especie no es por su caza, sino por la transformación, radical y silenciosa, que están sufriendo los Llanos Orientales por cuenta de las grandes plantaciones de caucho, soya, palma, caña de azúcar y, principalmente, arroz.

Un grupo de chigüiros descansa en los Llanos Orientales.
Un grupo de chigüiros descansa en los Llanos Orientales.Mauricio Acosta (Getty Images/iStockphoto)

La “avanzada” arrocera

Los Llanos Orientales, una planicie de tradición ganadera que sirve como una transición natural hacia la Amazonía, se han venido transformando en las última décadas. A partir de los años 80, el arroz empezó a cobrar fuerza; aquellas sabanas llenas de agua y sol resultaban altamente propicias para su cultivo, y en los 90 la vía Bogotá-Villavicencio lo terminó de impulsar. La industria ha logrado tanta solidez que en 2024 la Orinoquía proporcionó el 55% del grano que se consume en Colombia, de acuerdo con la Federación Nacional de Arroceros, Fedearroz.

Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), advierte que el modelo que se creó tiene un enorme impacto ambiental. “La industria arrocera entre Arauca y Casanare mueve caños, ríos completos, sin ningún control. Como son tierras baratas, les dan durísimo, utilizan fertilización química y hacen uso masivo de pesticidas. ¿Cuántos miles de litros están cayendo a las aguas?”, se pregunta. “Los arroceros tienen permisos de captación de agua mayores que la industria de hidrocarburos”, añade Botero. En el borde sur de la Orinoquía, donde inicia la Amazonía, hay síntomas de una avanzada arrocera que va “acabando con los bosques inundables del país”, explica, y al perderse esos ecosistemas aumenta la vulnerabilidad a los eventos extremos del cambio climático, como inundaciones o sequías.

Jorge Ardila, ingeniero agrónomo que forma parte del equipo de investigación de Fedearroz en Yopal, una de las mayores ciudades de la región, matiza las críticas. Argumenta que las dinámicas agrícolas son complejas y por eso no es posible responsabilizar a una sola industria del deterioro ambiental. Señala que en los Llanos la mayoría del arroz se cultiva con el método secano, que depende de la lluvia, y resalta que los arroceros han logrado reducir su huella hídrica en un 55%, así como la cantidad de químicos que utilizan: “Hay agroquímicos que se aplican, y que en cualquier cultivo generan un impacto, pero con monitoreos hemos reducido los herbicidas, insecticidas y fungicidas”.

Sin embargo, algunos arroceros no cuentan con una asesoría técnica que los guíe en procesos más amigables con el medio ambiente como los que direcciona Fedearroz. “Cuando a la gente le va bien, estimula a los agricultores ‘paracaidistas’, que llegan a expandir áreas o la frontera agrícola”, afirma Ardila, y algunos de ellos no son tan cuidadosos con la protección ambiental. El gremio, sin embargo, dice ser consciente de que la transformación de las sabanas a largo plazo sí podría afectar el hábitat de los chigüiros y de otros animales, pero aclara que el control y la delimitación es una competencia del Estado.

“Si no hay ningún plan de ordenamiento territorial que dé directrices para saber dónde sí y dónde no sembrar, es difícil”, explica Ardila, quien sostiene que los documentos están desactualizados. Sin esa carta de navegación, dice, “están a ciegas”. El agrónomo también comenta que muchas veces los propietarios de las fincas utilizan al arrocero que llega para que haga la transformación del terreno, “para que el ganadero allí donde se siembra el arroz pueda establecer praderas, pasturas y su ganadería. Son las áreas arroceras en las que uno ve el arroz en una ocasión, y ya”.

Dos chigüiros cruzan el río Meta al atardecer.
Dos chigüiros cruzan el río Meta al atardecer. TatanHerrera (Getty Images/iStockphoto)

Un nuevo paisaje

Diseñados para vivir en sabanas inundables, untarse de lodo para protegerse del sol y convivir armónicamente con otros animales, ya que son herbívoros, es difícil imaginar la subsistencia de los chigüiros por fuera del ecosistema en el que han evolucionado. Pese a que el origen de este roedor puede rastrearse hasta África antes de la división continental, el animal “es de lo más colombiano, o de lo más neotropical que pueda existir”, explica López. De su rastro dan cuenta fósiles hallados en La Guajira, que datan de los tiempos en los que el desierto del extremo norte del país era un bosque tropical.

Hoy, chigüiros y arrozales se funden en un mismo paisaje. Los agricultores encuentran sus huellas, saben que pasan por sus hatos, y que en ocasiones se alimentan de su arroz, sobre todo cuando el grano está apenas germinando. Aunque López ha sabido de casos en los que los propietarios los mandan a matar para proteger los cultivos, Fedearroz asegura no tener ningún reporte; únicamente han registrado que en ocasiones los agricultores utilizan cercas de electricidad para espantarlos. Los chigüiros, de todas formas, no duran mucho en sus arrozales; solo están de paso, en su eterno trasegar por la sabana.

En medio de tantos cambios, López insiste en la importancia de su caza comercial. “No podemos pensar que todo lo verde es bioeconomía, ni que todo lo que no es carne es bueno”, afirma, y señala que vender la carne de chigüiro podría aportar beneficios económicos para la comunidad que contrarresten el atractivo de los cultivos extensivos. El reciente paro arrocero, en julio, ha dejado en evidencia la fragilidad de un sector que en ocasiones ve caer sus precios por debajo del costo de producción. Y uno que busca soluciones a contrarreloj: en el 2030 el arroz de Estados Unidos ingresará a Colombia sin ningún arancel, según el TLC firmado, lo cual expone a una crisis a los arroceros locales.

Los estudios de impacto ambiental de la caza establecen que sí hay un mercado potencial para la carne de chigüiro fuera de los Llanos Orientales, donde los habitantes prefieren el cerdo o la res. Los investigadores de la Universidad Nacional consultaron a prestigiosos chefs, que manifestaron su interés por utilizarla en sus cartas, como un atractivo novedoso, e incluso turístico. “En Australia, la carne de canguro se vende en supermercados, en una vitrina específica. El que quiere, sabe que allí la puede obtener”, explica López, quien pide que el debate no se frene: “Si trancamos la discusión, y no tenemos en cuenta que hay poblaciones abundantes en algunos sitios, veremos cómo el chigüiro desaparecerá a punta de arrozales o porque la gente los mató porque se volvieron plaga”.

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