Aunque el expresidente Jair Messias Bolsonaro atraiga todos los focos, los historiadores insisten en que lo verdaderamente trascendental del juicio que encara estos días su recta final en Brasil es que varios militares de alta graduación rinden cuentas ante un tribunal civil por conspirar para perpetrar un golpe de Estado. Esta joven democracia de 40 años está muy acostumbrada a las injerencias castrenses. Seis de los ocho acusados en el caso proceden de los cuarteles. Y todos —salvo Bolsonaro, que solo alcanzó el grado de capitán— llegaron lejos en la institución. Junto al expresidente (2019-2022) y actual líder de la extrema derecha, son juzgados tres generales que fueron ministros, el almirante que dirigía la Armada y el teniente coronel que fue su secretario personal. Y dos civiles, policías.
La semana próxima, el Tribunal Supremo deliberará y dictará sentencia en este caso de alto voltaje político que Donald Trump sigue con atención y enorme disgusto desde la Casa Blanca. El proceso judicial es considerado un test sobre la fortaleza de las instituciones para neutralizar a líderes autoritarios y disuadir a posibles emuladores. Políticamente, el contexto es endiablado. Según una reciente encuesta, casi la mitad de los brasileños siente que vive bajo una dictadura judicial, mientras otros tantos consideran que el Poder Judicial actúa correctamente.
La fiscalía acusa a Bolsonaro, de 70 años, y a sus supuestos cómplices de ser el núcleo duro de una trama para impedir que Luiz Inácio Lula da Silva asumiera el poder tras vencer en las elecciones de 2022, las más reñidas de la historia. La conspiración culminó, el 8 de enero de 2023, en el asalto al Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo porque, según el fiscal general, esa “se convirtió en la mejor opción disponible” tras fracasar los intentos previos. Sembrar el caos para forzar una intervención castrense.
Bolsonaro proclama su inocencia. Dice que siempre actuó dentro de los límites de la Constitución. Pero nadie, ni los suyos, espera en Brasil que sea absuelto. El bolsonarismo alberga la esperanza de que no lo condenen por los cinco delitos de los que está acusado —abolición violenta del Estado de derecho, golpe de Estado, pertenencia a organización criminal, daños a bienes públicos y daños al patrimonio protegido— y que los jueces tengan presente su edad y su salud al decidir la pena.
Queda, de todos modos, espacio para el suspense hasta la sentencia. Y después. Con ocho acusados, imputado cada uno por varios delitos, cinco jueces y unas deliberaciones que se retransmiten en directo, la expectación por saber qué depara la justicia para cada imputado es máxima. Cuatro sesiones (de martes a viernes) en las que la línea entre la transparencia y el espectáculo televisivo puede quedar difuminada, pese a la gravedad de las acusaciones, los ritos y tecnicismos judiciales. Cualquier ciudadano puede seguir desde su móvil las sesiones, escuchar los argumentos de cada juez y qué vota al final de intervenciones, a menudo largas y farragosas. Todo, en vivo.
Bolsonaro, que afronta una pena máxima de 43 años, no está obligado a comparecer en la sala. Ha hecho saber que no tiene intención de acudir a la sede del Supremo —la que fue arrasada por sus fieles en 2023— para sentarse frente al juez Alexandre de Moraes a conocer el veredicto. Salvo sorpresa, lo escuchará en la intimidad del hogar, un chalé en Brasilia donde lleva un mes en prisión domiciliaria. La inminencia del desenlace ha agravado sus intermitentes problemas de salud, secuela de una puñalada recibida en 2018.
El primero en votar será Moraes, 56 años, el instructor. En este y otros casos, ha marcado la senda a sus colegas. Bastan tres votos para la absolución o la condena.
El martes pasado, cuando el caso entró en esta recta final, el Tribunal Supremo brasileño presumió con orgullo de esa transparencia casi inédita en el resto del mundo. Ocasión que el juez Moraes, el más poderoso y controvertido del Supremo y de Brasil, usó para enfatizar que ni la colosal presión del político más poderoso del planeta —Donald Trump, al que no citó expresamente— hará que les tiemble la mano a la hora de aplicar la ley, y defender su independencia y la soberanía nacional. Al grito de “¡Es una caza de brujas contra Bolsonaro!“, Trump ha castigado a Brasil en las últimas semanas con aranceles del 50% y sanciones económicas al propio Moraes, y ha retirado el visado a varios magistrados.
La cúpula de las Fuerzas Armadas mantiene un escrupuloso silencio sobre el caso. Mientras Bolsonaro y los generales-ministros apuran los últimos días antes de la sentencia, el presidente Lula almorzó el viernes con el ministro de Defensa y los jefes de los tres Ejércitos. Este domingo estarán a su lado en el desfile oficial por el Día de la Independencia, en Brasilia. El lema elegido es Brasil Soberano.
Este 7 de septiembre es una fecha marcada en rojo en el calendario bolsonarista. Para los fieles, un día para exhibir fuerza; a ojos de los rivales, momento de tomar el pulso al movimiento. El clan Bolsonaro, su partido y los líderes de las Iglesias evangélicas que más sintonizan con él han convocado concentraciones en São Paulo, Río de Janeiro y decenas de ciudades. Será una protesta atípica por la ausencia del líder, que lleva un mes en prisión domiciliaria por saltarse, antes del juicio, medidas cautelares, como la prohibición de asomarse a las redes sociales.
La conspiración golpista que arrancó, según la fiscalía, en 2021, incluyó planes de matar a Lula, a su vicepresidente y al juez Moraes. Y solo fracasó porque parte de la cúpula militar dijo no. Cuando Bolsonaro presentó a los jefes de las tres armas un documento con medidas de excepción, los comandantes del Ejército y de la Fuerza Aérea se negaron a unirse a la aventura golpista.
El Brasil institucional vive con indisimulado orgullo el logro de sentar en el banquillo al núcleo duro de la fracasada insurrección. Saber que la justicia de Estados Unidos, con sus dos siglos de democracia, no pudo llegar hasta aquí —pues el asalto al Capitolio quedó sin castigo penal para Trump— eleva la satisfacción en Brasil.
“Aún no somos una democracia ni una república perfecta”, afirma Eduardo Heleno, profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense. “Pero el trauma de la dictadura está muy presente e impulsa nuestro afán de mejora. Estados Unidos nunca tuvo una dictadura. Y Brasil nunca tuvo ninguna guerra que le diera cohesión nacional”, explica. “El Supremo Tribunal Federal tiene muy claro que Brasil no puede retroceder ni volver por la senda del autoritarismo”.
En el discurso del bolsonarismo, por el contrario, los defensores de la democracia y de la libertad son ellos. Y el dictador es el juez Moraes, al que Elon Musk comparó con Lord Voldemort cuando cerró la red social X y que con sus modos de sheriff hace las delicias de la memesfera.
Queda por ver si una condena significa el final de la carrera política de Bolsonaro. Los suyos ya trabajan a fondo en un plan b: impulsar la aprobación de una ley de amnistía. Tendría un camino plagado de obstáculos, pero por ahora sirve para mantener viva la idea de revocar un eventual castigo.
Este domingo, cada palabra y cada gesto de los aspirantes a tomar el relevo de la derecha brasileña serán meticulosamente analizados. El favorito, el gobernador de São Paulo, Tarcisio de Freitas, es un militar que entró a la academia ya en democracia y formado después en la Administración pública. Varios gobernadores de derechas están también en la disputa. Y, claro, la familia, que para eso cuatro de los cinco hijos del expresidente ostentan un escaño.
Eduardo Bolsonaro, el artífice de que Trump se haya involucrado a fondo en la campaña para salvar a Bolsonaro de la cárcel, sueña con emular al padre; el senador Flávio Bolsonaro visitó, en vísperas del juicio, la academia militar que forma a los oficiales; la esposa del patriarca, Michelle, suena para vicepresidenta… Pero aún queda un año.
El militar que confesó el complot golpista, el secretario de Bolsonaro, Mauro Cid, ha pedido pasar a la reserva. Hijo de un general, su carrera castrense está acabada. El Ejército filtró rápidamente que recibía el paso “con alivio”. Si Bolsonaro o alguno de los otros militares juzgados es condenado, las Fuerzas Armadas deberán decidir si los degradan o si van más allá y los expulsan.
El juicio contra el expresidente y varios generales por intento de golpe de Estado, que Trump quiso neutralizar, finalizará esta semana con la sentencia
Aunque el expresidente Jair Messias Bolsonaro atraiga todos los focos, los historiadores insisten en que lo verdaderamente trascendental del juicio que encara estos días su recta final en Brasil es que varios militares de alta graduación rinden cuentas ante un tribunal civil por conspirar para perpetrar un golpe de Estado. Esta joven democracia de 40 años está muy acostumbrada a las injerencias castrenses. Seis de los ocho acusados en el caso proceden de los cuarteles. Y todos —salvo Bolsonaro, que solo alcanzó el grado de capitán— llegaron lejos en la institución. Junto al expresidente (2019-2022) y actual líder de la extrema derecha, son juzgados tres generales que fueron ministros, el almirante que dirigía la Armada y el teniente coronel que fue su secretario personal. Y dos civiles, policías.
La semana próxima, el Tribunal Supremo deliberará y dictará sentencia en este caso de alto voltaje político que Donald Trump sigue con atención y enorme disgusto desde la Casa Blanca. El proceso judicial es considerado un test sobre la fortaleza de las instituciones para neutralizar a líderes autoritarios y disuadir a posibles emuladores. Políticamente, el contexto es endiablado. Según una reciente encuesta, casi la mitad de los brasileños siente que vive bajo una dictadura judicial, mientras otros tantos consideran que el Poder Judicial actúa correctamente.
La fiscalía acusa a Bolsonaro, de 70 años, y a sus supuestos cómplices de ser el núcleo duro de una trama para impedir que Luiz Inácio Lula da Silva asumiera el poder tras vencer en las elecciones de 2022, las más reñidas de la historia. La conspiración culminó, el 8 de enero de 2023, en el asalto al Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo porque, según el fiscal general, esa “se convirtió en la mejor opción disponible” tras fracasar los intentos previos. Sembrar el caos para forzar una intervención castrense.
Bolsonaro proclama su inocencia. Dice que siempre actuó dentro de los límites de la Constitución. Pero nadie, ni los suyos, espera en Brasil que sea absuelto. El bolsonarismo alberga la esperanza de que no lo condenen por los cinco delitos de los que está acusado —abolición violenta del Estado de derecho, golpe de Estado, pertenencia a organización criminal, daños a bienes públicos y daños al patrimonio protegido— y que los jueces tengan presente su edad y su salud al decidir la pena.
Queda, de todos modos, espacio para el suspense hasta la sentencia. Y después. Con ocho acusados, imputado cada uno por varios delitos, cinco jueces y unas deliberaciones que se retransmiten en directo, la expectación por saber qué depara la justicia para cada imputado es máxima. Cuatro sesiones (de martes a viernes) en las que la línea entre la transparencia y el espectáculo televisivo puede quedar difuminada, pese a la gravedad de las acusaciones, los ritos y tecnicismos judiciales. Cualquier ciudadano puede seguir desde su móvil las sesiones, escuchar los argumentos de cada juez y qué vota al final de intervenciones, a menudo largas y farragosas. Todo, en vivo.

Bolsonaro, que afronta una pena máxima de 43 años, no está obligado a comparecer en la sala. Ha hecho saber que no tiene intención de acudir a la sede del Supremo —la que fue arrasada por sus fieles en 2023— para sentarse frente al juez Alexandre de Moraes a conocer el veredicto. Salvo sorpresa, lo escuchará en la intimidad del hogar, un chalé en Brasilia donde lleva un mes en prisión domiciliaria. La inminencia del desenlace ha agravado sus intermitentes problemas de salud, secuela de una puñalada recibida en 2018.
El primero en votar será Moraes, 56 años, el instructor. En este y otros casos, ha marcado la senda a sus colegas. Bastan tres votos para la absolución o la condena.
El martes pasado, cuando el caso entró en esta recta final, el Tribunal Supremo brasileño presumió con orgullo de esa transparencia casi inédita en el resto del mundo. Ocasión que el juez Moraes, el más poderoso y controvertido del Supremo y de Brasil, usó para enfatizar que ni la colosal presión del político más poderoso del planeta —Donald Trump, al que no citó expresamente— hará que les tiemble la mano a la hora de aplicar la ley, y defender su independencia y la soberanía nacional. Al grito de “¡Es una caza de brujas contra Bolsonaro!“, Trump ha castigado a Brasil en las últimas semanas con aranceles del 50% y sanciones económicas al propio Moraes, y ha retirado el visado a varios magistrados.
La cúpula de las Fuerzas Armadas mantiene un escrupuloso silencio sobre el caso. Mientras Bolsonaro y los generales-ministros apuran los últimos días antes de la sentencia, el presidente Lula almorzó el viernes con el ministro de Defensa y los jefes de los tres Ejércitos. Este domingo estarán a su lado en el desfile oficial por el Día de la Independencia, en Brasilia. El lema elegido es Brasil Soberano.
Este 7 de septiembre es una fecha marcada en rojo en el calendario bolsonarista. Para los fieles, un día para exhibir fuerza; a ojos de los rivales, momento de tomar el pulso al movimiento. El clan Bolsonaro, su partido y los líderes de las Iglesias evangélicas que más sintonizan con él han convocado concentraciones en São Paulo, Río de Janeiro y decenas de ciudades. Será una protesta atípica por la ausencia del líder, que lleva un mes en prisión domiciliaria por saltarse, antes del juicio, medidas cautelares, como la prohibición de asomarse a las redes sociales.
La conspiración golpista que arrancó, según la fiscalía, en 2021, incluyó planes de matar a Lula, a su vicepresidente y al juez Moraes. Y solo fracasó porque parte de la cúpula militar dijo no. Cuando Bolsonaro presentó a los jefes de las tres armas un documento con medidas de excepción, los comandantes del Ejército y de la Fuerza Aérea se negaron a unirse a la aventura golpista.
El Brasil institucional vive con indisimulado orgullo el logro de sentar en el banquillo al núcleo duro de la fracasada insurrección. Saber que la justicia de Estados Unidos, con sus dos siglos de democracia, no pudo llegar hasta aquí —pues el asalto al Capitolio quedó sin castigo penal para Trump— eleva la satisfacción en Brasil.
“Aún no somos una democracia ni una república perfecta”, afirma Eduardo Heleno, profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense. “Pero el trauma de la dictadura está muy presente e impulsa nuestro afán de mejora. Estados Unidos nunca tuvo una dictadura. Y Brasil nunca tuvo ninguna guerra que le diera cohesión nacional”, explica. “El Supremo Tribunal Federal tiene muy claro que Brasil no puede retroceder ni volver por la senda del autoritarismo”.

En el discurso del bolsonarismo, por el contrario, los defensores de la democracia y de la libertad son ellos. Y el dictador es el juez Moraes, al que Elon Musk comparó con Lord Voldemort cuando cerró la red social X y que con sus modos de sheriff hace las delicias de la memesfera.
Queda por ver si una condena significa el final de la carrera política de Bolsonaro. Los suyos ya trabajan a fondo en un plan b: impulsar la aprobación de una ley de amnistía. Tendría un camino plagado de obstáculos, pero por ahora sirve para mantener viva la idea de revocar un eventual castigo.
Este domingo, cada palabra y cada gesto de los aspirantes a tomar el relevo de la derecha brasileña serán meticulosamente analizados. El favorito, el gobernador de São Paulo, Tarcisio de Freitas, es un militar que entró a la academia ya en democracia y formado después en la Administración pública. Varios gobernadores de derechas están también en la disputa. Y, claro, la familia, que para eso cuatro de los cinco hijos del expresidente ostentan un escaño.
Eduardo Bolsonaro, el artífice de que Trump se haya involucrado a fondo en la campaña para salvar a Bolsonaro de la cárcel, sueña con emular al padre; el senador Flávio Bolsonaro visitó, en vísperas del juicio, la academia militar que forma a los oficiales; la esposa del patriarca, Michelle, suena para vicepresidenta… Pero aún queda un año.
El militar que confesó el complot golpista, el secretario de Bolsonaro, Mauro Cid, ha pedido pasar a la reserva. Hijo de un general, su carrera castrense está acabada. El Ejército filtró rápidamente que recibía el paso “con alivio”. Si Bolsonaro o alguno de los otros militares juzgados es condenado, las Fuerzas Armadas deberán decidir si los degradan o si van más allá y los expulsan.
EL PAÍS