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  Política  Atrévete a no saber: el lenguaje enfermo de nuestro tiempo
Política

Atrévete a no saber: el lenguaje enfermo de nuestro tiempo

19 de octubre de 2025
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Hay muchas razones por las que me parece un privilegio hablar frente a ustedes hoy, pero me voy a concentrar en una: mi convencimiento de que la crisis por la que atraviesa nuestro mundo, que llamaré política aunque en esa palabra no quepa el sufrimiento que vemos todos los días, es también una crisis de lenguaje. La palabra griega krisis significaba separación o punto decisivo, y se usaba en medicina para referirse al momento de una enfermedad en el cual el cuerpo comienza a mejorar o empeora ya sin remedio. En otras palabras: o se recupera o muere. No es necesario ser un pesimista redomado para aceptar que nuestro mundo está enfermo; pero hoy quiero sugerir, porque estamos donde estamos, que la enfermedad del mundo pasa por las palabras que usamos para nombrarlo, para darle forma visible a su presente y para narrar su pasado. Y la enfermedad no es espontánea, sino provocada. Tengo la impresión ineludible de que todos los días hay fuerzas muy poderosas, económica y políticamente, que están empeñadas en romper o distorsionar la relación que existe entre el lenguaje y la realidad que el lenguaje intenta describir, o bien, por decirlo de otra forma, entre las palabras y eso que –pecando tal vez por inocencia y tal vez por anacronismo– llamamos la verdad.

Soy novelista y también articulista de prensa, y no se me ocurren dos oficios que, trabajando con el mismo material –esta lengua que nos reúne–, tengan intenciones tan distintas. Los artículos de opinión se escriben a partir de mínimas o grandes certezas, y su objetivo es convencer o persuadir o por lo menos defender una convicción previa; es decir, tomar partido. Las novelas, en cambio, se escriben a partir de incertidumbres y de dudas, no para explicar, sino para averiguar, y no para dar respuestas, sino para formular las mejores preguntas. Pero los dos oficios tienen o deberían tener una obsesión común: restaurar la relación entre la palabra y la experiencia, devolver a la lengua que usamos la capacidad de nombrar correctamente nuestro lugar en el mundo. El escritor ruso Anton Chéjov –que no escribía en español, pero nadie es perfecto– dejó en una carta privada una suerte de credo que ya he citado en otras partes, pues a él acudo siempre cuando siento que las prioridades se confunden, que la brújula moral se desimanta. “Odio las mentiras y la violencia en todas sus formas”, escribió. “Para mí, lo más sagrado es el cuerpo humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la libertad más absoluta que pueda imaginarse, libertad de toda violencia y toda mentira, sin importar qué forma tomen estas últimas”.

Libertad de toda violencia y toda mentira: parece una meta simple, pero hay que ver el esfuerzo que cuesta conquistarla. Los violentos han manchado nuestro tiempo de sangre y dolor, y nuestro lenguaje, el lenguaje que usamos para tratar de contar lo que pasa, ha resultado insuficiente, o no nos hemos atrevido a usar las palabras para nombrar correctamente lo que vemos: en Gaza, en Ucrania, en el asedio a los migrantes del mundo entero, transformados en invasores o enemigos –o en todo caso, en amenaza– por virtud del lenguaje de los partidos políticos de la insolidaridad y la xenofobia. El asedio de los mentirosos, por su parte, ha tomado en nuestros tiempos una forma novedosa y acaso inédita: la alianza retorcida y perversa entre los plutócratas de las nuevas tecnologías y el autoritarismo de los nuevos populistas. Asistimos a una verdadera conjura entre los líderes de estas democracias transformadas en otra cosa –pero no tenemos todavía una palabra para ellas– y los dueños de las tecnologías que dominan nuestra vida de ciudadanos –y que no podemos denunciar, porque no tenemos el lenguaje para comprender lo que hacen–. Son fuerzas que prosperan en el caos, y allí, en la guerra abierta que le han declarado al orden mundial, por no hablar de la que le han declarado a la mera estabilidad de nuestras emociones, la guerra contra el lenguaje tiene un lugar prioritario: se trata de subvertirlo, de minarlo desde dentro, igual que desde dentro se minan las democracias bajo cuyo amparo medran estas figuras.

Seamos claros: sé muy bien que la llamada inteligencia artificial llegó para quedarse, y sé que promete beneficios incontables que nos pueden cambiar para bien la vida; pero ya tenemos evidencias suficientes para saber que se trata, al mismo tiempo, del más grande y abarcador experimento de manipulación que han sufrido jamás los seres humanos. Y esa manipulación se hace a través del lenguaje, con base en modelos de lenguaje, alimentándose de lenguaje y utilizando el lenguaje para fines que no vemos ni comprendemos, porque ocurren en la sombra, lejos de la fiscalización de nuestros Estados. El acuerdo es muy simple: los autócratas ofrecen desregulación, que es lo que más desean los plutócratas de la tecnología; los plutócratas de la tecnología, a cambio, ofrecen control. Control del ciudadano: de la información que recibe, de las palabras que usa para dar forma a sus conversaciones, de las ideas o las emociones en que se basa para definir sus simpatías o sus animadversiones o sus lealtades o sus desprecios; para definir, a fin de cuentas, su voto. El método también es muy simple: la destrucción de la verdad. Es por eso por lo que los populistas amenazan con represalias a los países que intenten poner coto a la desinformación o sancionar los discursos de odio; es por eso por lo que los señores de la tech atacan al periodismo responsable, que sigue teniendo la terca idea de que la verdad importa. Se trata de hacer que colapse la confianza: en la ciencia, en la razón, en nuestros propios sentidos.

Si la Ilustración representó una revolución cifrada en las palabras de Kant –sapere aude, atrévete a saber–, creo que asistimos a una contrarrevolución en toda regla: atrévete a no saber nada, atrévete a vivir en la desorientación y la ignorancia, nos dicen aquellos que el escritor italiano Giuliano da Empoli ha llamado con justicia los ingenieros del caos. Su éxito depende de la destrucción del lenguaje, o de su capacidad para decir el mundo con certeza; depende, por lo tanto, del mayor o menor coraje con que protejamos nuestro lenguaje del deterioro organizado o del sabotaje metódico. Depende, en resumidas cuentas, de nosotros, los ciudadanos: de la lucidez con que sepamos enfrentarnos a modelos de negocio basados en la destrucción de la verdad comprobable y la excitación de nuestro lado más tribal y más violento; y de la energía, o la convicción, con que sepamos defender a quienes nos cuentan el mundo: los periodistas de verdad, los historiadores de verdad, los poetas y los novelistas y los profesores y los académicos cuya vocación de vida es salvaguardar nuestra lengua común, poner obstáculos a su menoscabo o mengua, denunciar su manipulación y restaurar su capacidad de reflejar la experiencia, para que palabras como libertad o censura, democracia o humanidad, no se emborronen ni se confundan, no se debiliten ni se desorienten.

Así veo encuentros como el que hoy nos reúne: no sólo como una diversa y multiforme declaración de amor a esta lengua que es mi material de trabajo y la razón de mis ansiedades, sino también como un intento por oponer, frente a las fuerzas del caos, una humilde forma de resistencia.

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Hay muchas razones por las que me parece un privilegio hablar frente a ustedes hoy, pero me voy a concentrar en una: mi convencimiento de que la crisis por la que atraviesa nuestro mundo, que llamaré política aunque en esa palabra no quepa el sufrimiento que vemos todos los días, es también una crisis de lenguaje. La palabra griega krisis significaba separación o punto decisivo, y se usaba en medicina para referirse al momento de una enfermedad en el cual el cuerpo comienza a mejorar o empeora ya sin remedio. En otras palabras: o se recupera o muere. No es necesario ser un pesimista redomado para aceptar que nuestro mundo está enfermo; pero hoy quiero sugerir, porque estamos donde estamos, que la enfermedad del mundo pasa por las palabras que usamos para nombrarlo, para darle forma visible a su presente y para narrar su pasado. Y la enfermedad no es espontánea, sino provocada. Tengo la impresión ineludible de que todos los días hay fuerzas muy poderosas, económica y políticamente, que están empeñadas en romper o distorsionar la relación que existe entre el lenguaje y la realidad que el lenguaje intenta describir, o bien, por decirlo de otra forma, entre las palabras y eso que –pecando tal vez por inocencia y tal vez por anacronismo– llamamos la verdad.

Soy novelista y también articulista de prensa, y no se me ocurren dos oficios que, trabajando con el mismo material –esta lengua que nos reúne–, tengan intenciones tan distintas. Los artículos de opinión se escriben a partir de mínimas o grandes certezas, y su objetivo es convencer o persuadir o por lo menos defender una convicción previa; es decir, tomar partido. Las novelas, en cambio, se escriben a partir de incertidumbres y de dudas, no para explicar, sino para averiguar, y no para dar respuestas, sino para formular las mejores preguntas. Pero los dos oficios tienen o deberían tener una obsesión común: restaurar la relación entre la palabra y la experiencia, devolver a la lengua que usamos la capacidad de nombrar correctamente nuestro lugar en el mundo. El escritor ruso Anton Chéjov –que no escribía en español, pero nadie es perfecto– dejó en una carta privada una suerte de credo que ya he citado en otras partes, pues a él acudo siempre cuando siento que las prioridades se confunden, que la brújula moral se desimanta. “Odio las mentiras y la violencia en todas sus formas”, escribió. “Para mí, lo más sagrado es el cuerpo humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la libertad más absoluta que pueda imaginarse, libertad de toda violencia y toda mentira, sin importar qué forma tomen estas últimas”.

Libertad de toda violencia y toda mentira: parece una meta simple, pero hay que ver el esfuerzo que cuesta conquistarla. Los violentos han manchado nuestro tiempo de sangre y dolor, y nuestro lenguaje, el lenguaje que usamos para tratar de contar lo que pasa, ha resultado insuficiente, o no nos hemos atrevido a usar las palabras para nombrar correctamente lo que vemos: en Gaza, en Ucrania, en el asedio a los migrantes del mundo entero, transformados en invasores o enemigos –o en todo caso, en amenaza– por virtud del lenguaje de los partidos políticos de la insolidaridad y la xenofobia. El asedio de los mentirosos, por su parte, ha tomado en nuestros tiempos una forma novedosa y acaso inédita: la alianza retorcida y perversa entre los plutócratas de las nuevas tecnologías y el autoritarismo de los nuevos populistas. Asistimos a una verdadera conjura entre los líderes de estas democracias transformadas en otra cosa –pero no tenemos todavía una palabra para ellas– y los dueños de las tecnologías que dominan nuestra vida de ciudadanos –y que no podemos denunciar, porque no tenemos el lenguaje para comprender lo que hacen–. Son fuerzas que prosperan en el caos, y allí, en la guerra abierta que le han declarado al orden mundial, por no hablar de la que le han declarado a la mera estabilidad de nuestras emociones, la guerra contra el lenguaje tiene un lugar prioritario: se trata de subvertirlo, de minarlo desde dentro, igual que desde dentro se minan las democracias bajo cuyo amparo medran estas figuras.

Seamos claros: sé muy bien que la llamada inteligencia artificial llegó para quedarse, y sé que promete beneficios incontables que nos pueden cambiar para bien la vida; pero ya tenemos evidencias suficientes para saber que se trata, al mismo tiempo, del más grande y abarcador experimento de manipulación que han sufrido jamás los seres humanos. Y esa manipulación se hace a través del lenguaje, con base en modelos de lenguaje, alimentándose de lenguaje y utilizando el lenguaje para fines que no vemos ni comprendemos, porque ocurren en la sombra, lejos de la fiscalización de nuestros Estados. El acuerdo es muy simple: los autócratas ofrecen desregulación, que es lo que más desean los plutócratas de la tecnología; los plutócratas de la tecnología, a cambio, ofrecen control. Control del ciudadano: de la información que recibe, de las palabras que usa para dar forma a sus conversaciones, de las ideas o las emociones en que se basa para definir sus simpatías o sus animadversiones o sus lealtades o sus desprecios; para definir, a fin de cuentas, su voto. El método también es muy simple: la destrucción de la verdad. Es por eso por lo que los populistas amenazan con represalias a los países que intenten poner coto a la desinformación o sancionar los discursos de odio; es por eso por lo que los señores de la tech atacan al periodismo responsable, que sigue teniendo la terca idea de que la verdad importa. Se trata de hacer que colapse la confianza: en la ciencia, en la razón, en nuestros propios sentidos.

Si la Ilustración representó una revolución cifrada en las palabras de Kant –sapere aude, atrévete a saber–, creo que asistimos a una contrarrevolución en toda regla: atrévete a no saber nada, atrévete a vivir en la desorientación y la ignorancia, nos dicen aquellos que el escritor italiano Giuliano da Empoli ha llamado con justicia los ingenieros del caos. Su éxito depende de la destrucción del lenguaje, o de su capacidad para decir el mundo con certeza; depende, por lo tanto, del mayor o menor coraje con que protejamos nuestro lenguaje del deterioro organizado o del sabotaje metódico. Depende, en resumidas cuentas, de nosotros, los ciudadanos: de la lucidez con que sepamos enfrentarnos a modelos de negocio basados en la destrucción de la verdad comprobable y la excitación de nuestro lado más tribal y más violento; y de la energía, o la convicción, con que sepamos defender a quienes nos cuentan el mundo: los periodistas de verdad, los historiadores de verdad, los poetas y los novelistas y los profesores y los académicos cuya vocación de vida es salvaguardar nuestra lengua común, poner obstáculos a su menoscabo o mengua, denunciar su manipulación y restaurar su capacidad de reflejar la experiencia, para que palabras como libertad o censura, democracia o humanidad, no se emborronen ni se confundan, no se debiliten ni se desorienten.

Así veo encuentros como el que hoy nos reúne: no sólo como una diversa y multiforme declaración de amor a esta lengua que es mi material de trabajo y la razón de mis ansiedades, sino también como un intento por oponer, frente a las fuerzas del caos, una humilde forma de resistencia.

Discurso pronunciado por Juan Gabriel Vásquez en la Sesión solemne del X Congreso Internacional de la Lengua Española. Arequipa, Perú, octubre 15 de 2025.

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