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  Política  El ataque a los jueces es un ataque a la democracia
Política

El ataque a los jueces es un ataque a la democracia

28 de agosto de 2025
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La legitimidad democrática de los jueces y los Tribunales Constitucionales no está fijada en su favorabilidad popular. Por el contrario, su legitimidad democrática se deriva del control contramayoritario. De proteger a como dé lugar la Constitución, los derechos de las minorías y de quienes se encuentren infrarrepresentados, inclusive -y con más razón- cuando ello implique estar en contra de los representantes del pueblo en el Congreso o en el Gobierno.

Precisamente es el control de constitucionalidad que se deriva de la supremacía de la Constitución Política lo que, de la mano con el principio de separación de las ramas del poder público, transformó materialmente los Estados autocráticos en Estados de Derecho y luego, en Estados Democráticos y Sociales de Derecho. En estos, los gobernantes están sometidos a la Constitución a la ley, pero también el Estado en su conjunto debe buscar que los principios y derechos constitucionales sean real y efectivamente garantizados.

Ese cumplimiento irrestricto de la Carta Política y esa realización de principios y derechos sólo es posible con una institucionalidad robusta, sometida por ello a frenos y contrapesos, y dentro de ella una rama judicial independiente y autónoma, ejerciendo control a las leyes y actuaciones de la administración.

Como lo ha descrito el profesor italiano Mauro Barberis, la democracia constitucional no está definida por las mayorías, sino “en términos de derechos, de modo que el énfasis en los derechos coincida con el Estado constitucional, caracterizado por el control de legitimidad constitucional de las leyes”. Atacar entonces a los jueces por no responder a lo que ciertas mayorías quieren o al clamor popular es atacar a la democracia.

En los últimos años, particularmente en la post pandemia, no pocos gobernantes han puesto en duda esa premisa casi obvia de que el ejercicio independiente y autónomo de la justicia es presupuesto esencial para ser una democracia. Sólo en nuestro hemisferio, dejando a Venezuela, Nicaragua y El Salvador fuera de concurso por ser cínicas dictaduras, varios Estados que se consideraban democráticos se encuentran en una deriva autoritaria.

En México se aprobó, promovido por el Ejecutivo, la elección popular de jueces. En junio de este año, con una participación de tan solo el 13% del censo electoral, la gran mayoría de los jueces elegidos son afines a Morena, el partido de Gobierno, y la Suprema Corte quedó conformada 100% por magistrados con una clara cercanía a dicho partido.

En Ecuador, el presidente y sus ministros han hostigado, a través de marchas, pronunciamientos públicos y amenazas de desalojo, a la Corte Constitucional acusando a sus nueve magistrados de las muertes que se produzcan por supuestamente no permitir acabar con los criminales, al suspender decretos de excepción.

En Estados Unidos se ataca a los jueces que han inaplicado órdenes ejecutivas evidentemente violatorias de derechos fundamentales como la nacionalidad de los nacidos en su territorio pero con padres nacidos fuera.

En Colombia, se ha señalado con nombre y apellido a magistrados por decisiones que han adoptado y que no comparten el Ejecutivo, como la suspensión de un decreto que ponía en su cabeza la regulación de las tarifas de energía o por el ejercicio innecesario y desproporcionado de estados de excepción o emergencia.

No se está afirmando que la rama judicial y sus decisiones sean inmunes a la crítica. A que la sociedad civil, los periodistas, e inclusive otras ramas del poder público manifiesten su desacuerdo sobre su funcionamiento o sobre fallos judiciales. Críticas constructivas encaminadas a mejorar el acceso a la justicia o a reflexionar sobre la jurisprudencia y cómo puede ajustarse en favor del orden constitucional mismo es un libre intercambio de ideas propio de las democracias sólidas y maduras. Ahora bien, cuando la crítica a la justicia se vuelve ofensa, destinada a dañarla, a estigmatizarla, a minar su efectividad, a agraviar a los jueces y magistrados, nos situamos en un escenario antidemocrático en el que el poder presidencial -o presidencialista- no admite frenos.

Decía el profesor alemán Matthias Herdegen en el reciente y extraordinario XX Conversatorio de la Jurisdicción Constitucional de Colombia, que uno de los síntomas del nacimiento de las autocracias es la usurpación de las funciones judiciales por parte de los gobiernos junto al desconocimiento de los fallos y al ataque severo a los jueces cuando al impartir justicia se contraponen a decisiones del Ejecutivo. Razón tiene el exprocurador general de Colombia Fernando Carrillo cuando en ese mismo evento afirmó que el punto de encuentro para la unidad nacional que tanto claman los colombianos es y debe ser la Constitución. Clamor y solución que resuena en el resto de Latinoamérica, en Hungría, en Estados Unidos.

Volvamos a lo fundamental, al respeto a la democracia y, por tanto, a la justicia. Justicia que al hacer cumplir la Constitución y la ley tiene un poder transformador de la sociedad basado en la dignidad humana y en las personas como eje del Estado, sean o no parte de la mayoría que eligió un gobernante y un congreso de turno.

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 Cuando la crítica a la justicia se vuelve ofensa, destinada a dañarla, a estigmatizarla, a minar su efectividad, a agraviar a los jueces y magistrados, nos situamos en un escenario antidemocrático en el que el poder presidencial no admite frenos  

La legitimidad democrática de los jueces y los Tribunales Constitucionales no está fijada en su favorabilidad popular. Por el contrario, su legitimidad democrática se deriva del control contramayoritario. De proteger a como dé lugar la Constitución, los derechos de las minorías y de quienes se encuentren infrarrepresentados, inclusive -y con más razón- cuando ello implique estar en contra de los representantes del pueblo en el Congreso o en el Gobierno.

Precisamente es el control de constitucionalidad que se deriva de la supremacía de la Constitución Política lo que, de la mano con el principio de separación de las ramas del poder público, transformó materialmente los Estados autocráticos en Estados de Derecho y luego, en Estados Democráticos y Sociales de Derecho. En estos, los gobernantes están sometidos a la Constitución a la ley, pero también el Estado en su conjunto debe buscar que los principios y derechos constitucionales sean real y efectivamente garantizados.

Ese cumplimiento irrestricto de la Carta Política y esa realización de principios y derechos sólo es posible con una institucionalidad robusta, sometida por ello a frenos y contrapesos, y dentro de ella una rama judicial independiente y autónoma, ejerciendo control a las leyes y actuaciones de la administración.

Como lo ha descrito el profesor italiano Mauro Barberis, la democracia constitucional no está definida por las mayorías, sino “en términos de derechos, de modo que el énfasis en los derechos coincida con el Estado constitucional, caracterizado por el control de legitimidad constitucional de las leyes”. Atacar entonces a los jueces por no responder a lo que ciertas mayorías quieren o al clamor popular es atacar a la democracia.

En los últimos años, particularmente en la post pandemia, no pocos gobernantes han puesto en duda esa premisa casi obvia de que el ejercicio independiente y autónomo de la justicia es presupuesto esencial para ser una democracia. Sólo en nuestro hemisferio, dejando a Venezuela, Nicaragua y El Salvador fuera de concurso por ser cínicas dictaduras, varios Estados que se consideraban democráticos se encuentran en una deriva autoritaria.

En México se aprobó, promovido por el Ejecutivo, la elección popular de jueces. En junio de este año, con una participación de tan solo el 13% del censo electoral, la gran mayoría de los jueces elegidos son afines a Morena, el partido de Gobierno, y la Suprema Corte quedó conformada 100% por magistrados con una clara cercanía a dicho partido.

En Ecuador, el presidente y sus ministros han hostigado, a través de marchas, pronunciamientos públicos y amenazas de desalojo, a la Corte Constitucional acusando a sus nueve magistrados de las muertes que se produzcan por supuestamente no permitir acabar con los criminales, al suspender decretos de excepción.

En Estados Unidos se ataca a los jueces que han inaplicado órdenes ejecutivas evidentemente violatorias de derechos fundamentales como la nacionalidad de los nacidos en su territorio pero con padres nacidos fuera.

En Colombia, se ha señalado con nombre y apellido a magistrados por decisiones que han adoptado y que no comparten el Ejecutivo, como la suspensión de un decreto que ponía en su cabeza la regulación de las tarifas de energía o por el ejercicio innecesario y desproporcionado de estados de excepción o emergencia.

No se está afirmando que la rama judicial y sus decisiones sean inmunes a la crítica. A que la sociedad civil, los periodistas, e inclusive otras ramas del poder público manifiesten su desacuerdo sobre su funcionamiento o sobre fallos judiciales. Críticas constructivas encaminadas a mejorar el acceso a la justicia o a reflexionar sobre la jurisprudencia y cómo puede ajustarse en favor del orden constitucional mismo es un libre intercambio de ideas propio de las democracias sólidas y maduras. Ahora bien, cuando la crítica a la justicia se vuelve ofensa, destinada a dañarla, a estigmatizarla, a minar su efectividad, a agraviar a los jueces y magistrados, nos situamos en un escenario antidemocrático en el que el poder presidencial -o presidencialista- no admite frenos.

Decía el profesor alemán Matthias Herdegen en el reciente y extraordinario XX Conversatorio de la Jurisdicción Constitucional de Colombia, que uno de los síntomas del nacimiento de las autocracias es la usurpación de las funciones judiciales por parte de los gobiernos junto al desconocimiento de los fallos y al ataque severo a los jueces cuando al impartir justicia se contraponen a decisiones del Ejecutivo. Razón tiene el exprocurador general de Colombia Fernando Carrillo cuando en ese mismo evento afirmó que el punto de encuentro para la unidad nacional que tanto claman los colombianos es y debe ser la Constitución. Clamor y solución que resuena en el resto de Latinoamérica, en Hungría, en Estados Unidos.

Volvamos a lo fundamental, al respeto a la democracia y, por tanto, a la justicia. Justicia que al hacer cumplir la Constitución y la ley tiene un poder transformador de la sociedad basado en la dignidad humana y en las personas como eje del Estado, sean o no parte de la mayoría que eligió un gobernante y un congreso de turno.

Juanita López Patrón es profesora de Derecho Constitucional y exviceministra de Justicia de Colombia.

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